martes, 10 de julio de 2012

"SABOR A MÍ". CRÓNICAS DEL BOLERO



A cruzar otros mares de locura

(La otra penetración)

 

Fragmento de mi libro "Sabor a mí" que se presenta este viernes 20 de julio de 2012 en el Feria Internacional del Libro de Lima.


El bolero no es un género musical, es el degenerado orgasmo de los oídos trajinados y enamorados en los caldos de la metafísica de la pelvis. Se oye así desde que hombres de raza blanca amerizaran en el follaje del pubis nativo del nuevo mundo. Nadie entiende entonces cómo el descubrimiento de América no tenga en ese instante como forma y fondo la melodía de la penetración y el de ser penetrados, a las orillas del mar Caribe, donde la carne nativa y sus tejidos con la fibra europea produjeron tamaña creatura. El bolero es un pre-texto para escribir de sudores más que de amores de aquella amalgama de dos mundos y la galvanización de dos submundos distintos aunque no diferentes.

Su origen así, es trajinado como una tempestad en alta mar. El nacimiento del bolero está confirmado que fue parido sin parar en una travesía sobre las olas calmas del Atlántico, luego tormentosas. De esa forma y no de otra, cuando la tierra era plana y sin protuberancias, y según este aserto, el bolero habría llegado a las Indias con el mismo y silente Cristóbal Colón para descubrir la redondez de pechos y nalgas expuestos a la conquista. Luego, europeos y africano mestizan un género ante las orejas de los nativos del nuevo mundo a quienes les trajeron sedas, gramas  y dramas que los invasores del viejo mundo tarareaban para no marearse.

España primero introdujo es espolón musical. Luego, hay un bolero francés reconocido, el de Maurice Ravel pero precisamente ese no es el bolero que conocemos. Un bolero como el nuestro, ya lo dije, no es un género musical. Es un rito del amor y un espasmo para bailar. Es entonces el primer género sonoro con música y letra que se baila no para el arte plástico de los cuerpos sino para iniciar su encaje. Una integración de cuerpos bis a bis que los clérigos llamaron “la del obispo”. 

Y al principio era lo que en esa era fue música para sudores. Y lo llamaron de diferentes maneras. Fue así habanera, danza o contradanza. De usted depende. Lo que está confirmado es que aunque tenga nutrientes de aquí, allá o acullá, al final, el bolero resulta cubano sin duda alguna. Y cuál fue primero, el bolero o la bolerista. Hasta hace unos horas, se aseguraba que fue en 1885 que el anónimo Pepé Sánchez, un trovador de Santiago de Cuba, habría creado el rótulo del primer bolero al que tituló desafortunadamente “Tristezas”. La historia nació siempre para ser corregida. Ese es su futuro. 

Los arqueólogos musicales de esa isla, la Gracia del Caribe, Cuba, han demostrado luego que la primera mención de bolero corresponde al mes de julio de 1792. Es decir casi un siglo antes. De aquella nominación y el año es hoy oficial que su primera mención que se hace en Cuba del bolero se produce en tinta negra sobre papel blanco en el diario nada original: “Papel Periódico”, un tabloide que circulaba en la ciudad de La Habana antes de Fidel Castro, el dictador de la eternidad de la revolución con Pachanga y sin charanga.

Y a qué tanto salto y brinco. Que como el tango, el bolero fue al principio concupiscente. Por lo tanto, su paternidad proviene de varias simientes. Y sin mentir, que como ningún otro aire musical, el bolero hiede a placer, a maullido prostibulario, a gemir orillero. Lo que García Márquez bautizó como “amores contrariados”. Si Jorge Luis Borges hablaba infiernos del tango mas no de la milonga, su madre, por qué “Gabo” no tiene derecho a decir que sus relatos más para leer son para bailar a escondidas y con las rodillas recogidas. Así, el bolero no era para cucufatos. Y está bien, sin ese infierno no hay razón que exista aquel cielo.

El investigador cubano Natalio Galán zanja el tema en su estudio “Cuba y sus Sones” afirmando que el bolero era hasta el siglo XIX un tipo de música que prevaricaba con ser una de las tantas musiquillas que pecaban de ‘españolizada’. Confirma así que el bolero forma y se integra a los imaginaros que la naciente etapa republicana acababa de dar a luz un estado erecto ahora casi como un brebaje revolucionario, la primera Cuba libre.
Galán afirma que es luego de 1836 que surge una suerte de rechazo a esa manera de bailar entre ocho parejas  y que los españoles solían llamar “boleras”. Que esta danza a decir de otro especialista, Estaban Pichardo –citado a su vez por Fernando Ortiz en tu texto “La música afrocubana”—tenía parentesco con “La cachucha” que como otros géneros, se practicaba para calmar la ira de los cuerpos y el amotinamiento de los músculos.
El proceso de la formación del bolero entonces, abarca más de trescientos años. Y qué bien. Su compleja consolidación está investigada y vuelta a investigar en Cuba. Por ello, si el bolero hoy tiene vigencia es precisamente porque no fue creado de un día para otro. Que antes tenía un compás de 3x4 y luego, en el siglo XX cambia radicalmente a un 2x4, es propio de su emulsión y trasiego. 

Finalmente, en el “Diccionario de la Música Cubana” de Helio Orovio se afirma literalmente que: “Es en 1840 cuando se observa la transición del bolero al compás 2x4”. Orovio advierte que es en 1860 cuando desaparece aquella ‘seguidilla’ y que el ritmo y melodía se purifica de sus hispanismos.
Que en 1870 al bolero se le incorpora el “cinquillo” --en compás de 2x4--. Un cinquillo de semicorcheas equivale a una negra. 5 en vez de 4--, además, que en 1890 abundan ya los boleristas orientales (de la provincia cubana de Oriente) que convierten los “danzones” (unión de la contradanza con el son) casi en los boleros como hoy los conocemos. Con guitarras, pianos o violines, el tema da para más. Que como se preguntan en Cuba, de dónde son los cantantes. Que como aquí se consigna, este es un libro de romances y que la historia oficial del bolero todavía no se ha escrito. Y mejor, así nos seguiremos enamorando sin preguntar por qué ni para qué.

Diré para empezar que si hay un bolero cubano que habita en el alma latinoamericana, hay otros boleros que tienen semas que se divulgaron con profusión en las naciones que se iban independizando de los rigores del canon amariconado del otro glúteo del mundo. México es un caso, promovió el bolero de tríos, de orquestas, de mujeres carnosas y de machos rancheros. Fue así que el cine con Pedro Infante o Toña La Negra propago el virus de aquella bolerística que antes solo servía para enamorar y que luego fue himno de los despechados. Por ello, siguiendo los mandamientos del maestro mexicano Roberto Cantoral y citaré a la manera de aquel Seneca de los ardores un fragmento de su bolero La Barca: “Hoy que mi playa se viste de amargura/ porque tu barca tiene que partir/ a cruzar otros mares de locura / cuida que no naufrague en tu vivir /cuando la luz del sol se esté apagando/ y te sientas cansada de vagar /piensa que yo por ti estaré esperando/ hasta que tu decidas regresar”.


MARIO VARGAS LLOSA INVESTIGADOR

 

EL SUTIL VENENO DE LA PERENNIDAD

Por Eloy Jáuregui

 


La escritura real y la de ficción se hacen poesía como los registros periodísticos de Mario Vargas Llosa que ha hecho que las noticias –esa materia prima del acto de facto-- viajen codo con codo junto a sus desafíos literarios. En su libro El lenguaje de la pasión (Santillana, 2007) que reúne 46 crónicas-ensayos, brilla uno, el dedicado a Octavio Paz, que precisamente origina el título del libro y que al referirse al poeta mexicano, explica que sucumbió ante el afán de la novedad descritas en sus conferencias de Harvard y que luego lo obligó a publicar Los hijos del limo (Seix Barral, 1974) “como un sutil veneno para la perennidad de la obra de arte”. El comillado es mío. El título de este texto es de él,

Para los que amamos la crónica periodística como un pretexto para escribir literatura encontramos en El lenguaje de la pasión una original provocación. Sé escribe como se vive. Unos de manera turbia y otros tratando a sangre y fuego encontrar la luminosidad. En Vargas Llosa cito tres libros que rasuran la pelambre de lo cotidiano. Son artículos abigarrados de rabia y belleza, tres conjuntos de ensayos –aquella literatura de las ideas--, agrupados en Contra viento y marea, Desafíos de la libertad y, por cierto El lenguaje de la pasión.

De éste dirá Vargas Llosa. “Los textos que componen este libro son una selección de los artículos que aparecieron en mi columna *Piedra de Toque*, en el diario El País, de Madrid, y en una cadena de publicaciones afiliadas, entre 1992 y 2000. “Desde niño me fascinó la idea de esa "piedra de toque" que, según el diccionario, sirve para medir el valor de los metales, una piedra que nunca vi, que todavía no sé si es real o fantástica. Pero el nombre se me impuso de inmediato a la hora de bautizar mi columna periodística. Una columna en la que, un domingo sí y otro no, me esfuerzo por comentar algún suceso de actualidad que me exalte, irrite o preocupe, sometiéndolo a la criba de la razón y cotejándolo con mis convicciones, dudas y confusiones”. Se entiende. Vargas Llosa está jodidamente condenado a escribir cada día. ¡Pero, vamos! Es una orgiástica penitencia.

Existe la foto. El rescate gráfico es del artista periodístico Heduardo. Mario Vargas Llosa tiene 18 años (1954) y escribe en una vieja máquina Remington en la redacción del diario La Crónica. Ahí luce el mismo perfil. Narigudo y dientes de conejo. Camisa manga corta, reloj, lapicero en el bolsillo y la mirada amarrada a esa cuartilla palpitante –supongo— en medio del tráfago del diario, que aguarda la escritura de esa impronta que, pasados casi 60 años, hoy se erigen como la mejor del mundo.

El texto periodístico vargallosiano no tiene nada de enigma. Al contrario, es calistenia escribal, lecturas pasionales, rigor por la precisión en la información. Aquello que se le exige a todo periodista. La ecuación es: disciplina, severidad y una pizca de talento. Cito a Vragas Llosa en esta ‘caza’ de citas y quien parafrasea a Flaubert: “Escribir es una manera de vivir y esa sentencia es absolutamente exacta. Mi manera de vivir es escribir, mi vida entera está organizada en torno a mi trabajo. Yo nunca dejo de escribir”. ¿Flaubert? ¿Sabrá algún profesor de colegio quién diablos es Madame Bovary? Bien, el escritor francés es (fue) la luz de Vargas Llosa. ¿Un maestro de escuela sabrá de “La orgía perpetua”? Lo dudo, como cantabán Los Panchos.

En otra foto lo veo a sus setentaitantos años en el Congo –acopiando información para su reciente novela “El sueño del celta”--. Entre ésta y la otra foto pasó un poco más de medio siglo. ¿Escribiendo? Sí. Y sigue. Y es admirable. Y es ejemplo. No comparto sus ideas políticas. Ya habrá tiempo para ese desahueve. Pero como periodista, Vargas Llosa es irreprochable. Y como deicida –ese que niega la creación de Dios— es genial al fundar un universo propio. Cito: “El hombre era alto y tan flaco que parecía siempre de perfil. Su piel era oscura, sus huesos prominentes, y sus ojos ardían con fuego perpetuo…”. Carajo, ni la Biblia.

Vallejo y Mariátegui fueron antes que cualquier cosa, también periodistas. ¿Merecían el Nobel? Sí. Entonces me aseguro: El periodismo mejora la calidad de vida e incluso, educa. ¿Y en el Perú de hoy? Otra vez, en bolero, lo dudo. Qué hacer, como diría Lenin. Leer a Flaubert y harto Vallejo. Pensar que se puede ser feliz trabajando en periodismo. Qué sea una pasión. Que obligue a ser honesto. Que disuelva las intolerancias. Que nos atiborre de sensibilidad, ternuras y libertad. ¿Se puede? Sí. Vargas Llosa lo acaba de instituir.

Al ser hombre se sentencias, en su “Elogio de la lectura y la ficción” Vargas Llosa decía: “Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, como todo escritor, siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años construyendo una historia, desde su incierto despuntar, esa imagen que la memoria almacenó de alguna experiencia vivida, que se volvió un desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo que germinó luego en un proyecto y en la decisión de intentar convertir esa niebla agitada de fantasmas en una historia.

“Escribir es una manera de vivir”, dijo Flaubert. Sí, muy cierto, una manera de vivir con ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en la cabeza, peleando con las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un cazador en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese apetito voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las historias. Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en gestación, cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamente una conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda poder de persuasión. Y remataba con una media Verónica el Nobel: “Es una experiencia que me sigue hechizando como la primera vez, tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días, semanas y meses, sin cesar”.

Y si el Perú es un mapa de tesoros e inopias, invisibles y subrepticios para corsarios y escritores, para Vargas Llosa también resulta el escenario de fracturas tectónicas, arañazos institucionales y por qué no, también de crestas huesudas. Tocas con tu meñique y salta la pus, ya lo dijeron. ¿Leguía? Sí, pero antes. ¿Fujimori? Más y sigue. De ahí el merito de Vargas Llosa. Hace novela investigando. Odría en “Conversación en la catedral” está retratado tal cual, el sátrapa que fue. Y de la última, “El Sueño del celta”: el irlandés Roger Casement –personaje de la poética del concienzudo—es el redivivo Conrad en el mismo corazón de las tinieblas.

Vargas Llosa como a la Señorita de Somerset, persigue a este Casement que fue ese paladín que se trincó a decenas de nativos en aquel Congo de principios del XX –ahí el rey Leopoldo II de Bélgica, se dice, mató 15 millones de nativos-- contra el tejido de tarántulas, el cenagal de cocodrilos y la charca de colonos miserables. Y era marica. Y está retratado con fogosidad y arrebato en la última novela de nuestro Nobel. Librazo de jijuneta. Texto para colegío y pinacoteca. Casement investigado como se debe sondear a un alma dificultosa. ¿Quién no lo es? Digo, acaso no es el mismo Julio César Arana (Rioja 1864 – Magdalena del Mar 1952). Curioso, el peruano nació el mismo año que el irlandés pero pateaba con la otra pierna. Pero como el Casement, Arana fue un Coronel Kurtz, no en Camboya sino en el Putumayo. Y forjó un imperio a partir de la Peruvian Amazon Company, con matriz en Londres. El inmenso Mark Twain lo ubica como un criminal, el juez Carlos A. Valcárcel en su formidable texto, lo pinta como un genocida y Richard Collier lo llama “El barón del caucho”.

Arana, es una sombra que me persigue. Supongo que Vargas Llosa lo sabe y tambié lo tiene en la mira. Y como él, hay otros sujetos dignos de estar ajusticiados por la pluma del periodismo y la no ficción. Hiram Bingham –se tiró 46,332 piezas arqueológicas de Machu Picchu—por ejemplo. Y acaso el ladrón Mariano Ignacio Prado, quien desertó de las funciones de presidente del Perú, no merece estar en ese listado de nuestra historia nacional de la infamia. Cierto. No hablo de Fujimori, que ese es carterista. Digo, que ‘el celta’ de Vargas Llosa es una provocación para hacer del periodismo un ejercicio de dignidad y honradez. Ahí la prensa y la poesía, es la mejor erótica de nuestra quimera realmente existente.

Yo recuerdo aquella frase “vuelta de espaldas a la problemática más viva y urgente de la sociedad peruana”, que pronunció Vargas Llosa en 1997, cuando recibió el título de doctor honoris causa en nuestra Universidad de Lima. En esa ocasión su discurso fue conmovedor. Nos decía a los que escribimos y que ayudamos a que los jóvenes aprendan a manejar también aquel “lenguaje de la pasión”, que que ese alejamiento de otrora entre la ley de la calle y el rigor de la cátedra, hoy felizmente había desaparecido. Tenía toda la razón. Yo lo vivo a diario al conversar con los alumnos que llegan ásperos desde Los Olivos y fragantes de allá al sur, en “Eisha”. 

Entonces termino con una de sus frases: "Un escritor tiene la ventaja de que puede convertir un fracaso en materia literaria, y eso lo alivia. La escritura es una venganza, un desquite de la vida (…) Para hacer todo eso ha sido preciso "mantenerse en forma, cuidarse, viajar, a Palestina, a Irak, a Afganistán, ha sido preciso ir al Congo, al Amazonas, al Pacífico en busca de Gauguin. La verdad es que no he parado. Y no pienso parar. Mientras tenga ilusión y curiosidad y me funcione la cabeza, que de momento creo que me sigue funcionando. La vejez no me aterroriza mientras pueda seguir desplazándome. Me acerco a la muerte sin pensar en ella, sin temerla. Mientras trabajo me siento invulnerable". Eso y esto es el amor a la página en blanco, aquella que tenemos que embarazar dulcemente con ‘el sutil veneno de la perennidad’.