viernes, 23 de diciembre de 2011

REVISTA SOHO Nro 4. "ERECCIONES 4"




PIEL BLANCA, TERCIOPELO NEGRO

ELOY JÁUREGUI


Siempre me gustó la lencería negra. Un sostén desarraigado (como ese sobre las enormes tetas de Sophia Loren) y un calzón breve y de encaje bregando contra la tormenta púbica, era lo mío. Mis sueños de púber, mis pesadillas sin ladillas, todavía. Así, mientras recordaba mis hazañas en el celuloide en aquel Piso 11 del Hospital Rebagliatti y luego de tremenda cirugía en el abdomen (dicen que no podían extraerme una chapa de cerveza Cristal junto al hígado) y con los olores a la anestesia antigua, veía de cúbito dorsal el desfile de médicos y enfermeras en el rincón posoperatorio, entre el dolor agudo y el gozo puntiagudo.

Como pocos, retorcido y precoz, me fascinaban las clínicas y postas antes que el cine o los circos. A mis 5 años me había enamorado como un torete de mi pediatra. Ella era una joven mujer que acababa de casarse y me tocaba golosa poniendo énfasis en mi nariz erecta. En aquel tiempo era lo único erecto que tenía y pensaba, bobalicón consagrado, que mi cuerpo terminaba en mi pescuezo. Así, sentía en carne propia cómo la doctora me escarbaba bracitos, glándulas y molleja, en la búsqueda de un bulto o protuberancia exógena y nada. Estaba sano como un becerro de Miura. Luego de la tos convulsiva, las paperas y los orzuelos --aquellos diviesos traviesos por voyeur de mis primas en cueros--, extrañaba una enfermedad rotunda y mortal. Era imposible, la leche materna había hecho de mi cuerpo un roble. Roble flaco pero poderoso.

Luego, me enfermaba por quítame estas pajas. Hipocondriaco núbil, disfruta de la enfermera que llegaba a casa. Doña Carmela. Era una mujer descomunal y mañosa. No obstante, cuando me aplicaba las inyecciones contra la diarrea o el escorbuto, sus manos eran suaves y divinas. Para hacer palanca me bajaba todo el pantalón y presionaba las ingles derrotando el pulgar a los medios. Entonces, todo lo que fuese en blanco y negro yo lo veía a colores antes del 3D. Era una mezcla de dulce dolor de la aguja por atrás y la piel a terciopelo por delante sujetando mi chuleta. Lo malo que siempre le recomendaba a mamá: “Hay que darle aceite de hígado de bacalao, está muy huesudo y le chorrea la baba”.

La vez que jugando al fútbol me rompió la pierna un obrero de construcción civil en la cancha de “La Chancadora”, ahí sí me sentí el “Nene Pablo” del cuento “La señorita Cora” del flaco Cortázar, cuando terminé internaron en el horrendo Hospital del Niño. Todos los días me alimentaban con locros y caiguas rellenas y las enfermeras eran contrahechas, arrugadas como una pasa y de mal genio. Luego de una operación a tajo abierto, mi convalecencia fue mi obsecuencia. Enyesado hasta el pipute, pasé un año en cama. Entonces, solo leí, veía televisión y escuchaba radio. Por ello y no otra cosa soy periodista. Escribo versos eróticos y novelitas rosa. Las radionovelas influyeron en mi imago y los comic de “Archi” en mi religión de fuente de soda.

Ya de viejo, repito, cuando me trasladaban a mi habitación luego del navajazo en el bajo vientre, de soslayo pude observar los muslos embutidos en unas medias blancas debajo de un mandil albo de una de las enfermeras, aquella que se parecía a mi prima Paola. Mi delirio se hizo río de incontinencia luego. Por la madrugada, el dolor me obligó a tocar el timbre para que me calmen el tormento. Nada pudo ser más placentero ver ingresar en la penumbra de la habitación a esa enfermera, casi Paola. Cálmese, me dijo con una voz a la Virgen María. Yo le dije del ardor insoportable en el pubis macho. Ella levantó la sábana, me revisó la venda y me calmo comenzando con un ligero masaje. Dios mío, esa yema de sus dedos era suplicio y delicia. Yo sentía que todo se me ponía duro. Ella también. Luego se puso a jugar con el miembro erecto. Yo había olvidado ese tajo ardiente que me quemaba las tripas.

Tienes que ser más hombrecito, me dijo al oído empujando sus frases con su lengua. Luego me comenzó a besar todo el cuerpo hasta hacerme perder el sentido. Era de madrugada, como hoy. Ella duerme a mi lado ahora. Todavía tiene los muslos perfectos. Es mi amiga cariñosa y los lunes le hace creer al esposo que tiene guardia en el hospital. Yo sigo enfermo por ella un piso más arriba. En psiquiatría.

(Publicado en la Revista SoHo Nro. 4).



martes, 13 de diciembre de 2011

CUATRO HISTORIAS CON PELOTAS



Toto Terry:

La saeta que regresó al cielo


Para el gran Jaime Duarte

Uno. La última vez que lo observé estaba entero aunque rengueaba mientras se iba perdiendo en el fondo de su casa como una escena de Antonioni. Es la cojera de la admiración me decía al verlo caminar a don Alberto Terry, “La saeta rubia”, el último símbolo grandioso que tenía la “U” en la misma jerarquía que ostentaba el simbólico Lolo Fernández. Ayer 7 de febrero, me imagino, con esa misma elegante cojera de maestro, se despidió para siempre de nuestro lado, el notable «Toto», dolido de sombras, llorado de adverbios, gritado de asombros. Buen viaje maestro.


Le cayó el amarillo balón la altura del píloro y dormido quedó para rodar hasta el empeine de su pie derecho. El «Toto» prendió el motor, puso quinta y arrancó perseguido por el viento. Correteado por las sombras del descontrol enemigo, luego frenó rompiendo las leyes de la inercia. Varió 49 grados a la derecha y quebró la punitiva guadaña de la impotencia rival. Uno, dos, tres. Los de camiseta verdeamarelha fueron quedando derrotados ante aquel bólido rubio de ojos claros y, repentino, el latigazo partió inclemente con su destreza devastadora. Fue suficiente. El arquero brasileno Gilmar creyó observar un relámpago y un viento ardido cerca al barniz de sus dedos, fue suficiente —lo digo-- para alzar el aullido del gol. Un coro de manicomio en llamas grabó su nombre en la sangre viva de la historia. Fue Gol de Terry hasta en la garganta ecuánime del cielo y desde aquel verano de 1957 hasta éste del 2011 habitan juntos en la memoria celestial. Ahora, allá a lo lejos, Alberto Terry recordará esa visita que le hice a su casa, un pequeño chalet en una arbolada calle del viejo Miraflores, su Miraflores, en ese verano y cómo de tanto recordar y recordar casi nos pusimos a llorar.

--Oiga don «Toto», usted tenía fama de pendenciero le digo mientras lo mido como a un titán jubilado.

--Si, pero eran habladurías. Como uno era blanquito y vivía a fondo la vida, decían que uno era muy pendejo. Pero ni crea. Antes había más responsabilidad y la gente trabajaba en lo que le gustaba. Entonces uno era feliz. Igual decían de Valeria¬no que prendía cigarros con los dólares, esas eran cojudeces. Al contrario oiga usted, había más respeto. A mi no me dejaban que almuerce con el buzo de la selección peruana porque decían que ofendía a la patria. No le digo, la habladuría, los candeleros, eran puras tonterías. Pocho Rospigliosi contaba que para jugar bien, en la mañana usted se iba a Lurín a comerse una frejolada con su papada de chancho. Pocho era buen tipo y sobre todo, un gran fabulador. ¿Quiere que le diga una cosa? No me gustan los frejoles y menos la papada de chancho, todo lo contrario, me encanta la otra papada, esa que usted se imagina.

«Toto» estaba hablando como un cadete antes de pasar rancho. Y es el zumo de la filosofía de la esquina. No tiene nada que ocultar, nada que esconder. Al contrarió, quiere conversar y conversar, contarnos esa vida que observo por las rendijas de la leyenda nacional; su vida como el romance de un viejo capítulo. Y su casa es tan grande como el mismo estadio de Maracaná, y por las mañanas, con garúa y apenas un café aguachento en las tripas, es más grande todavía. Una pintura donde luce la casaquilla nacional encandila su sala pese a que estas horas no hay fluido eléctrico. Se oye el ladrido de su perro de nombre «Whisky» y la voz de un jardinero que acicala refunfuñando un jardín vecino.

Falta un socotroco de pisco, es cierto, pero la quietud y el rumor a barrio miraflorino, nos devuelve la paz en medio de la depresión melancólica. Su casa grande, semihabitada apenas en la calle Las Dalias. El domicilio de un caballero llamado Alberto Terry, leyenda y su contraparte.

--A mí me contaron que usted había patentado el desayuno «Toto Terry» y que durante los sesenta se puso de moda en barrios limeños más bravos-- lo interrogo arrogante.

--¿Qué dice, cómo es eso?—me mira entre sorprendido y engorilado--. Yo no soy cocinero. Cómo diablos voy a inventar desayunos.

--Sí –le insisto--, aquella dupleta a base de un copón de pisco y un cigarro negro rompe pecho, sin filtro.

--No señor –me dice malgeniado--, eso fue lo que decían algunos periódicos. Yo lo único que inventé fue tratar bien a la pelota, a respetar a mis rivales y socorrer al amigo cuando se encontraba en mala situación. Yo tengo formación militar y por mi padre, sé lo que es la disciplina, no me jodan.

Es que don Alberto a los 75 años no es ningún cojudo. Es verdad ahora está un tanto rengueando por una prótesis que le colocaron en la cadera, allí donde se aloja el cóndilo de la cabeza del fémur; un mal de la popularidad; la misma dolencia que martirizara a Teodoro «Lolo» Fernández y al mismo Mario Minaya. Pero igual, Terry se desplazaba por toda la casa, ahora posando para el recuerdo con su trofeos, se acariciaba el bigotito, contestaba el teléfono, se multiplicaba con su memoria, se desmarcaba mientras encendía el VW para que el motor no agarre frío y juraba siempre decir la verdad, toda la verdad.

--Mi familia era ligeramente acomodada, de clase media. Mi padre fue Comandante de la Marina, pero para mí nunca existieron diferencias sociales. Yo de muchacho paraba en todos los barrios y en todo Lima siempre me hice de amigos. ¿Hasta en La Victoria? Ahí me querían más que a zambo aliancista.

Dos. Era palomilla y buen gallito de pelea. Por algo nació en Barranco, ahí cerca del Puente de los Suspiros. Luego se mudaron a la calle Diego Ferré en Miraflores que en aquellos años se llamaba el barrio de Balta donde alunizaba el último bus de la línea Tacna-Trípoli y era comarca de «Los Tagarazos». ¿Qué diablos eran Los Tagarazos, Toto? pregunto ignorante hasta el tuétano. Eran los que ahora se llaman los pitucos, gente bien y no de tan bien. Pero ese no era nuestro caso, ya al tiempo nos trasladamos a esta parte, a Las Dalias que era la zona de La Reserva. Yo estudiaba en el colegio Maristas, por la Diagonal y paraba con toda la gallada en el club Terrazas...

--¿Ahí aprendió a jugar fútbol?—le insisto más sorprendido que apenado.

--¡Claro! Ahí y en las calles de Miraflores. Mire usted. Antes por esta zona existían muchos terrenos baldíos. Nosotros armábamos la cancha y jugábamos en el terral como en cualquier potrero hasta que se fuera el sol y más tarde todavía. ¿Y qué decía su papá? El viejo siempre me enseñó a practicar los deportes, pero si llegaba de noche y yo me demoraba me agarraba a patadas. Mis padres descendían de los Arias Schereiber de Ancash, eran pues de formación provinciana y rectísimos con la educación. Yo fui hijo único, imagínese el celo que tenían conmigo.

--Don Alberto ¿Y los estudios?

--Ahí sí que me agarró. Yo era flojón y bien mataperro. Por eso el viejo de cariño me puso «Perote». Por aquellos años mi padre sufrió un accidente y tuvieron que amputarle una pierna. Como era ma-rino, su institución lo envió a Alemania a rehabilitarse. Viajamos todos en un barco llamado «Dus-sendorf». Llegamos a Berlín cuando los alemanes ya comenzaban su gran guerra. Yo fui testigo de persecuciones y el clima de terror contra los judíos y contra cualquier otro que no fuese bien gringo. Felizmente que por el pelo y los ojos yo pasaba piola. Después, al regreso, los viejos me matricularon en el Colegio Alemán. Precisamente, ese barco en el que regresamos se quedó en la rada del Callao porque los mismos marinos alemanes lo quemaron. Ya había estallado la guerra y el Perú había roto relaciones con el «Eje».

Vargas Llosa describe buena parte de su novela «La ciudad y los perros» en estas calles; Porta, Ferré, Ocharán, Colón. Calles por donde Alberto Terry chivateo con holgura y desparpajo. La patota, las muchachas, los primeros Pasos de la guaracha de la vida. «Toto» sin embargo, tenía sus secretos de estado, otras atracciones para engordar la filosofía. Su domingo era la cola para el viejo Estadio Nacional antes que el cine o el circo o la playa. Y ubicado en su solitaria madera noble del recinto deportivo, gritaba y gritaba los goles de «Lolo», esos que le empujó al arquero Rottman de Velez argentino un día memorable de 1936. «Toto» Ferry, con sus 7 años, pegado para siempre a la malla de su pasión «crema» interminable, de aquel Universitario de Deportes que tiempo después sería solamente suyo.

--Mi padre se llamó José Alejandro Terry e hizo lo imposible para que ingrese al Colegio Militar Leoncio Prado. Tuve que agarrar viaje pujando. En 1945, Miraflores se modernizaba, construyeron nuevas urbanizaciones, llegaba gente nueva y las muchachas eran cada vez más lindas. Yo salía del colegio los sábados con mi uniforme bien bacán. El barrio se alborotaba. Lamentablemente ese año murió mi viejo y nuestra vida cambió un poco...

--¿Y quiénes eran sus amigos o usted era bien sobrado?

--Pa’ su madre, éramos una patota gigante. Los Schenone, los Ballocci, los Sologuren, los Barrios, los Del Solar. Había rivalidad entre el Boca Juniors de la calle Las Dalias y el Botafogo de la calle Balta donde ya jugaban Alberto y Guillermo Santillana, unos hermanos que también llegaron a jugar por la «U». El «Toto» sigue dando órdenes familiares. Que no te olvides de comprar esto, que llama a fulano, que a cuánto estará el dólar.

Y retoma la vida suya. Aquella que dice que veinte años no son nada, que fue Alberto, Santillana quien no pudo jugar un miércoles por el «Bota» contra la Reserva de la «U», y lo llamaron al «Toto» y esa tarde la rompió, y el entrenador de los «cremas», don Arturo Fernández, lo observó y le dijo que se quedara. Y al domingo siguiente, aquel blanquito de Miraflores ya debutaba en el mismísimo Estadio Nacional contra el Sporting Tabaco, jugando tete a tete con sus ídolos, en una delantera que esa tarde formó con Oliver, Espinoza, el gran «Lolo» Fernández, Baldovino y él.

Sí damas y caballeros, el «Toto» Terry, con sus apenas y justos sesenta kilos de elegancia y sus apenas 17 años. En el otro recinto de su casa, el gran cuartel de los llantos incendiados, ahí está un retrato enorme, con el marco respetado por las doradas polillas de las causas olvidadas. La foto con toda la facha de «paloma» con desodorante y colonia «4711». Esa imagen retocada por el pincel del respeto polícromo de algún pintor calzado en botines de fútbol, paleta con la insignia de la «U» y suspensor de hierro elástico. Y el perro «Whisky» sospechando que este cronista es fanático del Sport Boys, no para de ladrar.

--Pero usted ya era medio militar le digo casi como un recluta a la ahora de la revista.

Un poquito no más retruca con un tono a coronel retirado y con gasolina gratis pero más me gustaba la pelota. Pichón debuté y me moría de miedo. Ese primer partido me jodió. A la mitad del segundo tiempo ya tenía un tirón en la pierna izquierda y por la noche regresé como torero al colegio militar, en hombros, no por haber cortado rabo y oreja sino porque estaba hasta las cangallas.

--¿Y como hacía para entrenar, cómo para llegar al club?

--El presidente de la «U» don Eduardo Astengo fue hasta el co¬legio y pidió permiso. Felizmente que el subdirector, el comandante Leonidas Astete era el socio nu¬mero tres del clúb y no hubo pro-blemas. Lo malo estaba en que me tenía que levantar a las 4 de la mañana para ir a entrenar porque viajar en esa época desde La Perla hasta Lima era una odisea. A las 4 partía la camioneta que traía la leche al colegio, yo me trepaba junto a los porongos y llegaba todavía muy temprano a la Plaza Dos de Mayo. Ahí hacía tiempo con los emolienteros hasta esperar que don Guillermo, el portero, se despierte y me abra la puerta. Bueno pues así empecé y al año siguiente salí goleador del campeonato con 19 goles.

--¿Y por qué entrenaban tan temprano o tan tarde?

--Porque así era pues en ese tiempo, la mayoría trabajábamos o estudiábamos y al entrenador no se le podía escapaba nin¬guno. O uno llegabas con la cara limpia o llegabas hasta las huevas. Don Arturo Fernández era bien sapo. Fíjese que en esa época no existían concentraciones ni niño muerto. A todos se los pulsaba por el tufo o porque después de diez minutos ya estaban con la lengua afuera...

--Y usted se veía con buena cobranza, me imagino.

--Jamás, durante dos años me la pasé de cantor. Era amateur, con las justas para unos cigarritos que al final los repartía en el cole¬gio. Después el hombre se hizo conocido ídolo galán de porta¬das e imán de taquilla. Tenia su estilo, jugaba con las medias bajas, como los guapos. No le interesaban las patadas. Lo perseguía Diago Agurto del Boys para que no sea figurín, «Toto» esquivaba, lo toreaba. Al «Puma» Matiasfa¬moso carnicero dos veces lo hizo leña y con huchitas. Tanto lo correteaba que una vez le puso el taco en la rodilla y lo jodió para siempre. «El Puma» terminó con los meniscos en la miseria. En el fútbol no se podía ser cojudo. Yo jamás le tuve miedo a nadie, pero tampoco era huevón. Tuve un famoso conato con Félix Fuentes un par de cachetadones y ahí múrió el payaso. Es que en esos tiempos no habían cambios y uno no se podía dejar expulsar. ¿Se acuerda de Mr. Charles Dean? Ese era un árbitro inglés que en su idioma le hacía a uno récordar a su madrecita. Y que lo diga Agapito Perales, tremendo pen¬dejo. Con Mr. Dean se acabaron los «vivos» del fútbol. --Y cómo andabamos de mujeres, mi querido maestro. --Normal. Ahora la gente habla mucho de los cueros, pero en mi época, las enamoradas, las chicas en general, se respetaban y uno las respetaba.

--Pero usted tuvo fama de mujeriego y de murcielago? No ve, otra vez con la misma cantaleta. Yo era futbolista y de Universitario y de la selección. Ese fue mi oficio, no tuve otro... «Palpitante y jubiloso/ como el grito que se lanza derrepente un aviador/ todo así claro y nervio¬so,/ yo te canto ¡Oh jugador maravilloso!/ que hoy has puesto el pecho mío como un trémulo tambor». (Juan Parra del Riego, dixit, pero antes de). Entonces cuenta que también era bueno en el mambo y la guaracha, el bolero y el danzón. Que le encantaba Perz Prado y tiene una foto con la señora Tongolele. Que paraba en La Cabaña de Radio Victoria escuchando en vivo a Los Embajadores Criollos, a don Oscar Aviles. Que fue timbero desde el hipódromo de San Felipe y hasta Monterrico. Y hasta tuvo caballos de carrera porque fue dueño del Stud Los Agiles con los Guinea y Felipe Rospigliosi.

Tres. Y fue famoso en Surquillo también, porque como los buenos miraflorinos paró en el bar «El Triunfo» y después hizo yunta con Miguelito Loayza. «Pez acróbata que al ímpetu del ataque más violento/ se escabuye, ar¬quea, flota,/ no lo ve nadie un momento,/ pero como un subma¬rino sale alla con la pelota.../»(Parra del Riego otra vez). ¿Y verdad que le pegaron en Huatica? pregunté osado más que asado. Jamás. Ahí no tuve intenciones de «matar». Además, cuando yo pasé por allí, ya la cosa era recuerdo. Usted sabe que es ver¬dad que era amigo de los aliancis¬tas, e incluso jugaba cartas con ellos antes de cualquier clásico en el local que estaba sobre el cine «Lux», y los vacilaba y también me jodían. Pero todos eramos recontramigos, con Cornelio, con los Castillo, con ese señor llamado Guillermo Delgado con quien nos comiamos unos bonitos fritos con su «Lija», todos bien patas. Claro, a la hora del partido era otra cosa.

-- Ya, dígame una cosa, ¿Cuánta plata le déjó el fútbol?

-- Buena, lo suficiente para vivir bien. Yo tuve contratos para irme al River, al Lazio de Italla, el Audax de Chile, y hasta el Sport Huamanchumo de Sipán. Pero más me gusta Lima. ¿Sabe? Lima para mi siempre fue mejor que Paris, que Roma. Aquí estaban mis «Chilcanos de Pisco» mi seviche. Yo moriré comiendo seviche y tratando de seguir bailando tan¬go aunque se mueran los cantores. Usted fue artista de radionovela Cierto, con Beba Fletchelle, en Radio Sport de Juan Sedó. En ese tiempo uno paraba con Betty di Roma, con Anakaona con el ritmo de «El Pinguino», el «Embassy», «El Olimpico»... No existía «pichicata» Oiga, usted más parece de la Dinandro. Yo tomaba mi trago, era burrero, me gustaba la música y le hice cinco goles a Chile. Cómo me iba a gustar la droga, ni cojudo. No le digo que no la haya probado, pero quien no se enamora de sus tías, ni cojudos. «Y el ronco oleaje crema que se quiere desbordar,/ saltan pechos, vuelan brazos y hasta el fin,/ todos se hacen los coheteros/ de una salva luminosa de sombreros/ que se van hacia la luna a gritarle allá:/¡«Toto»!¡«Toto»!¡«Toto»!/Eso es todo don Alberto.


El alma más bella del gol

Y al bombardearte las redondas balas,

El gol cantado que perdió sus alas.

.M.P. El ser y la nada.

Siempre me pregunté por qué los especialistas llaman a los habitantes de todos los estadios – y a secas—: «almas». Para el partido Perú-Brasil aseguran que asistirán cerca de 80 mil «almas». Cierto, una dirá que para ese encuentro también llenará en Monumental uno que otro desalmado, correcto, pero esos no tienen equipo y no pagan entrada. La cifra de todas maneras es infrecuente en estos días y que tantas «almas» hayan pasado por la taquilla materialmente es imposible. Los especialistas deberían nominar a los espectadores, por ejemplo, espíritus o cuerpos astrales que suena mejor que las amorfas «almas», y que bien podrían poblar las graderías de la única novela de Juan Rulfo o la osamenta del arca de la pasión como decía Benedetti y no las berrinchosas tribunas en pena de la barra brava de Universitario de Deportes.

Quizá el alma que debe tener tribuna asegurada para el Perú-Brasil sea la de Julca del Pozo, un extraño y entrañable compañero de la secundaria, allá en un remoto colegio que se ubicaba frente al bosque de Matamula. Julca del Pozo tenía un físico privilegiado. Medía 1.80 incluyendo los anteojos a precoz Elton John antes de salir del closet, era hercúleo de tronco, zapatón de posteriores y pintaba unos ralos bigotes florentinos, amén de manejar un genio musulmán escondido tras su sonrisa a lo sacristán norteño de viejo cuño. Julca del Pozo como estudiante era malísimo en el campo de las ciencia exactas pero en Historia Universal era un felino y no tenía rivales en las USEs de 5 Km. a la redonda. En el colmo de la erudición, sabía exactamente cuantos lunares tuvo Cleopatra del pescuezo para abajo, de qué color era las medias que usaba el general Douglas Mc Arthur cuando se levantaba con el pie derecho y la marca de las 58 truzas que usó Humphrey Bogart las 58 noche en que filmó «Casablanca». Sin embargo, en el tema de la Segunda Guerra Mundial era lo que se llama un erudito. Experto en los multiples modelos V-1 y V-2 que bombardearon Londres, se daba el lujo de descifrar los planos de la División 28 de Infantería durante la campaña de Normandía.

Julca del Pozo o «Pichín» como solían llamarlo aquellos que siempre ocupaban las últimas carpetas de aquel húmedo salón y con tufo a orines añejos, era el cuarto arquero de nuestra selección del Quinto «C»; un once qe parecía diez porque no teníamos wing izquierdo y había que improvisar con el bizco Dioses –un hijo de la gran Piura-- que cada vez que tiraba el centro había que correr a evitar el autogol. El bizco Dioses se manejaba una comba al mejor estilo de del brasileño Rivaldo, lástima que al revés. Lo confieso, por qué Julca del Pozo, de pronto fue nombrado brigadier con poderes omnímodos. Los del fondo tejieron que era gracias a que una de sus hermanas apareció de cubito ventral en la tapa de una revista de mala muerte y que por ese ícono humanista, el regente, el chacal Juárez lo ubicó al mando de la formación con una vara implacable que no se casaba con nadie. Julca del Pozo, de ser un fervoroso militante de la nota 12, comenzó a ocupar el inmaculado cuadro de méritos en conducta y aprovechamiento. De pronto, Julca del Pozo pasó a convertirse en una figura respetada en todo el colegio, pero él sabía bien que en su refregada alma habitaban dos dramas. Julca del Pozo no conocía ningún estadio decente a lo largo y ancho del territorio patrio y se moría de pánico de sólo escuchar el nombre de la Xiomara, la matrona y su ballet de La Nané. El antro donde se entraba púber y se salía hombre por apenas cinco Soles y lucesitas rojas tatuadas al cuello. El tren fantasma. Una mañana, el director, a quien llamábamos Tres Patines, comunicó en la formación que nuestros homólogos del Quinto «C» del Colegio Nacional de Jauja habían lanzado un reto aprovechando las vacaciones de medio año para un partido de fútbol que debía jugarse en esos pagos, a tres mil metros de altura, y ese desafío era una cuestión que iba más allá del honor y otras vainas. Una madrugada de julio nos embarcábamos en el Ferrocarril Central a doblegar los Andes y a conquistar la gloria interprovincial.

La anoche anterior al partido, en un hotelucho sin calefacción frente a la laguna de Paca, ante la disyuntiva de morir congelados o meternos al cuerpo un mortal e inconmensurable cañazo, decidimos por lo último. Así, de nuestros cracks, el Pocho Castro, el tata Zúñiga y la vieja Martínez incluyendo la reserva, apenas quedaron sus sombras, sus vómitos y un soroche de los mil diablos. Entonces Julca del Pozo, que esa misma noche había probado que el cargo de brigadier le importaba un rábano juró: «Mañana el arquero soy yo y muerte al Eje y a todos los nazis juntos» El Estadio Municipal de Jauja estaba abarrotado de otras tantas almas. Éramos los teloneros de un partido entre los chaposos lugareños y una recia selección de Sicaya. El sol quemaba las tripas y el aire era frío y escaso como las pocas fuerzas que nos quedaban en las brasas de la resaca. Con las justas lanzamos tres hurras por el Quinto «C», le pedimos un milagro a la Xiomara y rezamos una plegaria al Señor de Muruhuay que moraba en todo lo alto de aquel cielo azul.

Julca del Pozo esa tarde lucía un estrambótico atuendo, una mezcla del look del «Divino» Zamora y un aire a Jorge Chávez antes del accidente de los Alpes. A la primera pelota que le vino envenenada y que ya se clavaba en el ángulo, el grandote respondió con una acción felina extraída del tercer tomo del tratado de Escartín y que enmudeció al estadio. Luego, siguieron una tras otra sus estiradas, esos planchones contra el ichu marchito por las heladas, el vuelo plástico de palo a palo y, sus descolgadas seguras privilegiando su formidable golpe de vista. En el entretiempo comenzó el drama. Un entredicho entre Julca del Pozo y el gato Mejía, el anterior y receloso brigadier, sobre si el rey Jerjes fue aquel notable estratega a quien se refería la historia con prebendas en las Termópilas o si en verdad los griegos habían regalado el partido. El incidente originó que Julca del Pozo agarre mal genioy se niegue a atajar en el segundo tiempo. Hubo súplicas, amagos de sobornos y hasta el manco Franco prometió presentarle a sus virginales primas. Nuestro arquero salvador, dijo rotundo que las verdades no se riegan tras una vulgar pelota de fútbol sino que se graban en los sagrados libros de la memoria y así quedó en perfecto estado catatónico observando las estribaciones andinas en lontananza.

A los 20’ del complemento ya perdíamos 2 a 0 y la goleada era inminente. Entonces el locutor oficial anunció por los parlantes una variante en los jaujinos: «Sale Marciano Condori e ingresa Hitler Pomalasa». En el banco, Julca del Pozo saltó como un resorte. Él no podía permitir que algún Hitler more por esos lares y mucho menos que nos gane un partido.

Con elegancia, entonces, pidió permiso al de negro y regresó a cuadrarse bajo nuestro pórtico. Así, contagiados, nos llegó un segundo aire y de un par de puntazos y dos fulminantes contragolpes ya empatábamos aquel epopéyico encuentro. En el arco iris. Julca del Pozo ahora cortaba los centros de cabeza, embolsaba los taponazos con parsimonia inglesa y se daba el lujo de salir hasta la media cancha. Cuando ya jugábamos los descuentos y el empate era heroico y replegados en nuestra área ejecutabamos la estrategia del murciélago, inventamos una falta con el ardir: «el muerto tirado en la pista» y el juez pitó un tiro libre. El gato Mejía colocó el balón sobre un cerrito de hierba a unos 45 metros del arco jaujino. Su intención era tirarla al río para que acabe el partido. De pronto, como alma que trae el diablo apareció Julca del Pozo gritando: «mía» y llegando como un fantasma raudo le pegó tal zapatazo que --después confesaría—aprendió de los B-29, las ‘fortalezas volantes’; y la pelota hizo una elipse, besó una nube coqueta y de reojo se incrustó en el mismas rincón de ánimas del arco local.

Era el 3 a 2 y lo gritamos hasta con los capachos como cuando los franceses gritaron el ingreso de los aliados a París. Fue un regreso con gloria y Julca del Pozo llegó coronado de héroe y con los laureles escolares. Sin embargo, nuestro arquero desde aquella vez no fue le mismo y de brigadier general pasó nuevamente a ser el inocuo alumno que conocimos al principio. Terminado el colegio lo vimos como acólito de una extraña congregación en Lince y hasta contaban que quemó la pelota reglamentaria que obtuvo como premio en un extraño ritual. Luego se lo tragó la tierra Un día a la salida del Estadio Nacional me contaron que había muerto mezclado en una feroz discusión de fe. Por eso digo que los especialistas no saben nada de almas y que para el Perú-Brasil se volverán a equivocar porque en su contabilidad no figurará una alma, la de Julca del Pozo, ahora infaltable en todos los estadios del planeta recordando su gol en Jauja y ese cañonazo diurno y ese cañazo nocturno que le enseñaron la ruta a la otra vida.

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Una más del rincón de las ánimas

La estrella fulgurante del estadio peruano sólo existe si es dueña del dramatismo más cruel. Manguera Villanueva es el paradigma. Muere en horas de la gloria consumido por la tuberculosis. La fama del crack es proporcional a su tragedia. Pedrito Ruiz agoniza fragmentado por la cirrosis. Paradójico, el astro es más famoso porque es humano. «Liberen a Chumpitaz» reza en los polos de los futbolistas pero el granítico está fregado hasta la coronilla. Es frágil porque goza del reconocimiento del imaginario de las graderías. El Cholo Sotil no puede driblear su pasión por el alcohol. Es sublimado en extremo porque su sufrimiento orilla los designios de la muerte más que en los fogonazos de la vida. Sandro Baylón maneja de amanecida y muere al estrellarse contra la flor del destino. Pertenece a nuestro acervo fallido del balompié, todo un récord que no se salva ni sus breves títulos. Roberto Challe es detenido por el Serenazgo de San Borja y es internado en un centro para adictos a la PBC. La historia de nuestro fútbol explica que la gesta épica colinda con los designios de la muerte y los fastos de la comedia. Los Olímpicos de 1936, los ganadores de los laureles más pomposos del deporte. En Berlín, el COI exigió que se vuelva a jugar contra Austria. El presidente Benavides desde Lima mandó un telegrama: «Que se retire la delegación peruana». Los peruanos estuvieron vagando por Europa, desolados y hambrientos. De regreso al Perú en la tercera de un endeble vapor se sorprendieron al ser recibidos como héroes.

Estupefactos oyeron a la masa gritar en La Colmena: «Vencimos a los nazis». «Derrotamos a Hitler». «Arriba Perú». El fútbol había nacido como nuestra democracia, endeble y sin instituciones. En todo caso, la clase obrera no trasladó su pasión del gozo a los terrales del foot ball, lo llevó los fines de semana a los pagos de la jarana. Por eso el alarido de gol no sonaba más que el grito de: «Dos más». Y qué futbolista no era juerguero. Lo suyo fue un profesionalismo gris. Así, el fútbol no desarrolló clubes [el paradigma brasileño es irremplazable], menos estadios, mucho menos hinchadas. Se era del Boys porque se era chalaco, de Alianza porque se era obrero o subempleado, de la «U» porque uno era profesional, del Tabaco porque había ascendido socialmente. Los clubes no despertaron un fanatismo-motor. Las barras se fueron consolidando a la usanza argentina. Las comunidades pasionales eran tan endebles como los amores furtivos. Sólo Lolo Fernández vivió en aromas de pueblo, con su mujercita, su corazón de Jesús, su radio RCA Víctor y su té con su pan con jamonada. Valeriano López era más temido que admirado en el grass inglés del viejo Estadio Nacional. Luego, en el puerto, la complicidad de sus carnales lo denunciaban de borracho, parrandero y carne del lumpenaje. Cierto, la humildad y promiscuidad del pobre no produce doctores ni científicos a raudales, sí futbolistas y periodistas. La estirpe de arqueros peruanos es generosa en el pasado más remoto [Valdivieso, Soriano, Honores, Ormeño], según Zelada, por falta de talento en la gambeta o por problemas de psicopatías infantiles. Y vamos que los arqueros que heredamos debieron ser condenados por traición a la patria.

A saber, Rubiños, Chicho Uribe, Eusebio Acasuzo, por nombra a los tres más torrejas, el resto existe gracias al síndrome del ‘llevafacilismo’. Los defensas gozaron del brillos de sus navajas por maleros y guadañeros. Sólo un catastro policial puede ubicar sus nombres. El «Chueco» Guzmán, «Cuchiman» Rivas, Eloy Campos, el «Muerto» Gonzales, el «Doctor» Lara, son apenas una muestra de esta galería de matarifes en el mejor estilos que los cuchilleros de Borges. Un central como Guillermo Delgado es una ave raris igual como lo fue Nicolás Fuentes o Juan Reinoso. El heredero era Sandro Baylón, pero ahora está enterrado igual que «Pechito» Farfán. En el medio campo hubo responsabilidad y genio. Challe ya está consignado, Pedrito también. Y aunque Perico León era 9, que bien la hacía de enganche. El relato de El Veco y Menotti, testigos de la noche anterior a el Perú-Brasil en Guadalajara [Mundial México 70] sorprende. En el hotel campestre un griterío los despertó a medianoche. Eran los peruanos [Perico, Eladio, Baylón, Campos etc.] en plena jarana. Y pensar que jugaban al mediodía. Entonces todo festejo hasta que apareció el sol. Ese día perdieron contra Brasil 4 a 2. Hugo Sotil es el prototipo del hombre a quien el éxito se le escurre entre los dedos. El Cholo lo tenía todo. En la cúspide de su carrera fue contratado por el Barcelona español. Qué no hizo el Cholo. Ganó títulos, hizo goles, dio espectáculo y se comió todas las patadas. Igual era querido por los obreros del club con quien solía gastar su fortuna en los villorrios del puerto. Luego, sin el auto espectacular y sin plata, terminó jugando en provincias sorprendido de tristezas. Hoy es una sombra hinchada por la ternura de las estrellas apagadas y sueña con que su hijo firme un buen contrato y le dé su parte. Desgraciados y populares, nuestros cracks son carne para el imaginario del pueblo del fútbol. Las hazaña así devienen en gestas extra deportivas.

De cantinas: Valeriano prendía cigarros con billetes de cien dólares. De las alcobas: Sotil tuvo un hijo con la actriz que compartía roles en la película «Cholo». Del destino: El plantel profesional del Alianza Lima desaparece tras accidente aéreo en el mar de Ventanilla el 8 de diciembre de 1987. De callejón: Waldir es el futbolista más citado en las páginas de espectáculos de la prensa por su apego a las vedettes. De salón: Roberto Martínez desposa a la Miss Viviana Rivasplata y ella responde a la prensa del corazón que la noche de bodas fue maravillosa. De Ripley : Hace 20 años que Perú puja por ir a un mundial y se queda en el camino. De pesadilla: Tantas veces han repetido el gol de Cubillas a Escocia que en las última versión el arquero ataja la pelota.

OTRO: La tarde del domino 24 de mayo de 1964 era tan gris que parecía provocar a la más oscura de las desgracias. La selección de Perú iba definir con Argentina el segundo cupo para las olimpiadas de Tokio. Los nacionales habían sido reclutados de equipos de segunda, de las canteras del fútbol provinciano y uno que otro suplente que apuntaba a estrella, entre ellos, Héctor Chumpitaz, Enrique Casaretto y Víctor «Kilo» Lobatón. Argentina tenía a Cejas en arco. En el segundo tiempo ya ganaban los albicelestes. Luego, «Kilo» Lobatón recogió un rebote y heterodoxo con la planta del pie la mando adentro. Fue un grito callado porque cuando el zurdo miró al árbitro en su loca carrera vio que este sin inmutarse había anulado el gol. Hubo reclamos pero el fallo estaba dado. Varios aficionado habían invadido el campo. La policía actuó con rudeza agrediendo al avezado «Bomba». Ese hecho y las bombas lacrimógenas en las tribunas originaron fugas y atropellos. En la noche los muertos pasaban el número de 300. Cosas de la vida. Estos mismos protagonistas se enfrentaron 5 años más tarde en la Bombonera. Perú le arrancaba un punto a los argentinos y clasificaba al mundial. Brilló Chumpitaz, se opacó Cejas. Esta vez no hubo víctimas. Perú estaba en la gloria. Los muertos estaban enterrados.

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Cuando Calienta el gol

Primer Tiempo. Se mete Waldir Sáenz, elude a los huachimanes, deja atrás a la primera pareja, gambetea a tres mozos, saluda a los de la orquesta Camaguey, está solo frente a la barra de la discoteca La Ley de la avenida Colonial, ahora mide su mortífera zurda, denuncia babeante sed de gol, observa al barman, cierra los ojos, piensa en el finadito Sandro Baylón y dispara: «Dos más, bien Eladio Reyes» [1]. Y el grito de gol se ahoga en su garganta cuando las espumas cervezales inunda el rincón de sus ánimas.

Más allá, tres vedettes –así les dicen los de a pie aunque también las motean como players o jugadoras—lo saben y lo sienten; «El Wally» más temprano que tarde, llegará hacia su mesa, y esta noche ¿cuál de ellas será escogida por el goleador?. ¿quién subirá a las tres de la mañana a su auto negro como túnel de Matute? ¿quién suplicará por un ósculo bermejo que le dure una semana en la indormible noche del deseo?

Sáenz es el emblemático amante afrolatinocaribeñoamericano. Futbolista de última generación, goza del prestigio prostibulario del deportista actual. Amante del fútbol desde niño –debutó a los 17 años en la primera de Alianza Lima y ya lleva más de 150 goles—es igual, amante del antro, la salsa dura, y las carnes silicónicas. No hay salsódromo que se preste de tal que no haya gozado de las huellas de sus pasitos escamosos. Está casado con el arco pero le saca la vuelta con las vedettes. Waldir es el abanderado pero hay otros. Juan «Chiquito» Flores, «Kukín» Flores, «Machito» Gómez, y antes, «Puchungo» Yáñez, convocados todos a este conspicuo once del erotismo público que engalana cuanta discoteca u hostal se ponga de moda. Y el maridaje entre fútbol y el vedettismo de cabotaje es carnecita y tema de portada para la prensa amarillenta en un país con las cuentas en rojo.

La historia jamás es nueva. En «Valeriano: Vida, pasión y muerte de un cabeceador» [2], la tradición oral y la traición escrita se hacen cómplice para denunciarlo de borracho, parrandero y jugador. El Callao sabe de su gloria y festeja hasta hoy su suerte. Sucre Flores, otro delantero de fugaz estrella –fue cerebral goleador en Alianza Lima—sufría de abstinencia carnal. Le gustaba los goles desde fuera del área y las prostitutas de pelo pintado. Fue contratado por el Peñarol uruguayo. Una noche, en una calleja del bajo Montevideo lo encontraron rendido de vida y en posición fetal. Una navaja había abierto sus entrañas como él, en sus tardes triunfales, había hecho lo propio con las defensas adversarias.

Pero uno de los primeros astros mediáticos de nuestro balompié que sacó precisamente los pies fuera del plato fue el leyendoso Hugo Sotil. En 1972, un año después de su sonado matrimonio con Guillermina, mientras rodaba la película que en su homenaje se intitulaba «Cholo», perdió la calma y las escenas de amor ficticio que filmaba con la joven actriz Nancy Gross, las llevó a la realidad. Nancy antes de estrenarse el filme, ya lucía una barriguita de siete meses y pronto el gran público asistió al nacimiento de un hijo de película. Sotil fue perdonado por la esposa e incluso por la iglesia. Era tal su talante de personaje popular que Ultima Hora [3] tituló así el suceso: «Las estrellas también pecan»

El futbolista y la vedette peruana tienen el mismo origen humilde como estigma del arroyo. Se han criado en los pesebres de la pobreza promiscua y barrial. Su catastro amoral es el solar, la quinta, el callejón. Su cuja ética reposa en el sacavueltismo, el lumpenaje, la habladuría chismosa versus el silencio malevo. Su institución es la llamada «Actividad con tarjeta», léase la pollada o la parrillada bailable. Su sueño es el ascenso social no importa el medio ni la pose, amen del reconocimiento vecinal, la foto en el diario, su heroica vida en las pantallas de la televisión. Su destino es el melodrama citadino, el culebrón acongojado, los hijos desparramados. Su fama es el auto del año, la ropa bamba y sus contratos nada privados. El futbolista y la vedette sin haberse conocido ya son amantes, ambos aparecen enpiernados en las páginas de la prensa amarilla que obliga a que sus vidas se junten. La noche los imanta. Unos tragos, la disco de moda, los alcahuetes profesionales --llámense Chibolín Hurtado o Alex Otiniano--, las mismas rutas sin brillo. Ya lo dije, son mediáticos pero no tienen la talla de los ídolos. Son populares pero no famosos. De esta manera se parecen a todos. Sus triunfos son pasajeros, sus caídas y derrotas abundan. Entonces, forjan una cultura chocona y agresiva. Se pelean con los periodistas y sus mundos se mezclan. En la prensa deportiva aparecen las prostivedettes, en las páginas de espectáculos, la caterva de peloteros. Farándula y estadio tienen los mismos personajes. Sólo el consumidor del chisme los pone en su lugar. Segundo Tiempo. Jamás solo, Carlos «Kukín» Flores llegaba temprano a La Ley.

Como los mencionados líneas arriba, cada jugador es acompañado por una argolla. No menos de tres. Preferentemente son amigos de la infancia o del barrio. Suerte de corte y guardaespaldismo. Ellos se regresarán en taxi, él se perderá con una vedette. La noche: Preferentemente el miércoles y sale con amanecida; no hay mucha prensa –así dicen—y el partido de fin de semana está lejos. El miedo: «El ampay», ese descubrimiento del ojo avieso de un camarógrafo anticama de Magaly Medina. El riesgo: poner cuarta y estrellarse contra un poste. Los ejemplo son banales y sobran.

Los centros del goce son variados, todos, equidistantes con la moral profesional. Ya lo dije, antes fue el Kímbara hoy es La Ley. El salsódromo, la discoteca y las peñas [4]. Todos, escenarios de un connubio entre el astro deportivo y la artista de plumas y lentejuelas. Para el gran público era normal que un futbolista se case con una Voleybolista como ocurrió con Juan Reynoso, Juan Carlos Bazalar, César Chávez Riva, «El Pato» Cabanillas entre otros, quienes premiaron con una boda multitudinaria a las «matadoras» medallistas en Seúl 88. El eje del romance cambió con la llegada de Cambio 90. Así, una historia del pudor y la liviandad nacional hablará que fue la recordada calatista, Giovanna Vélez, quien inauguró el género cursi-lumpenero con Alfonso «Puchungo» Yáñez.

Eran romances públicos y asolapados, según usted lo vea. Digo que no era necesario irse fuera de Lima para que sus besos no sean celebrados por la masa sedienta del onanismo de a oídas [5]. Después se sabría que el apuesto Roberto Martínez estaba flechado por una ex vedette: la rubia con su plata, Gisela Valcárcel, la ex de otro crack crema, Enrique Casaretto. Y si la boda fue tan celebrada como aquella de Graña-Sarmiento en los cincuenta, ésta tuvo otros aliños. El apoyo de la transmisión en vivo de la televisión, el vals nupcial cantado por Chayanne que hizo llorar a las mismas «señitos», y los peloteros inflando el pecho porque uno de los suyos desposaba a una de las otras. Así, contagiados, también salieron en busca de su presa.

A caballo entre los «mates» y el vedettismo de estadio figura Jéssica Tejada. Morena guapa de cuerpo perfecto, se enredó con más de uno. Veamos. Cuando Wilmar Valencia jugaba en Alianza Lima, le mostró a la diva de la net que su felicidad bien podía estar en la variedad. Luego, la buena Jéssica se las vio con Ronald Baroni, «Puchungo» Yáñez, Andrés «Balan» Gonzales, Percy Olivares, «Machito» Gómez, Sergio Ibarra y ahora radica en Zaragoza durmiendo con Miguel «Conejo» Rebosio. Una vedette que destaca en estos días por los posavasos y las poses lascivas es Tula Rodríguez. La hija más famosa del barrio del Agustino encarna la carne del éxito con más piernas y poto que talento. A saber, tuvo escapadas con los más bravos. Existe abundante documentación sobre sus apareamientos con Waldir Sáenz. Con «Kukín» Flores y con «Chiquito» Flores. Según Camucha Negrete, la chica tiene más ganas que talento, eso cuenta. Lo mismo ocurre con Susana Paredes, un tanto venida a menos. La celulitis la tiene loca, la fama la mata. Su furtivo corazón y su pelaje fueron visto con los mismos Waldir y «Kukín» pero agarró roce internacional con el brasileño Bica. Dice que está plantada pero nadie le cree. Sara Manrique que sí tiene fibra de actriz, goza también de un buen prontuario erotico-pelotero: Están apuntados «Chiquito» Flores, Johan Fano, Waldir Sáenz, Johnny Vegas, Santiago Salazar por los nacionales. Ernesto Zapata y Wilson Varela por los uruguayos. De las nuevas, sin duda, Mariella Zanetti es la vedette con mayor proyección: «Puchungo» Yáñez y «El Conejo» Miguel Rebosio saben de los intersticios de su cuerpo. Yesabela ahora vive en los EE.UU. y va a tener un hijo de un ecuatoriano. No obstante su ya abultado vientre no puede ocultar su fama. Y es famosa por verse estrangulada por su propio tentáculo. Un «ampay» con un seudo cliente en un hostal farandulero, la llevaron hasta las cumbres del escándalo. Ella dice que es escritora y actriz. Cierto, su libro y un solo film le dieron opción para ganarse los laureles deportivos. Con Martín Rodríguez, «Miguelón» Miranda, José Carranza, «Vitito» Reyes, Juan Reynoso, formó su equipo y ganó la eternidad olvidada. Igual ocurre con Mónica Adaro, también víctima del «ampay» rastrero: «Puchungo» Yáñez y «Chiquito» Flores saben de la dimensión de sus siliconas. Finalmente, dos Miss Perú figuran en este cartel del publierotismo: Viviana Rivasplata estuvo de novia con el arquero «Pato» Domínguez y actualmente es la prometida del ya conocido Roberto Martínez. La otra es Rosa Elvira Cartagena. La prensa difundió sus escapadas con el serio «Chemo» Del Solar y este cronista la vio besarse con «El Cuto» Guadalupe. Luego vendría Martín Rodríguez, Ronald Baroni, el mismo Roberto Martínez y siguen firmas [6].

El gol de oro. Consumada la exhibición, el contrapunto, el flechazo; el futbolista pone en practica su estratagema. «Vamos a tomar un trago a otra parte». La vedette dirá a sus íntimas que ha conquistado a un nuevo galán. Luego, el auto, después las piruetas, la frenada de rigor, el primer beso. Ambos saben que de aquel evento sólo salpicaran chispas de escándalo. El público perdona el escándalo, no así el pecado. Dos días después, saltará el «trascendido» --infecta palabreja del uso periodístico nacional cuando quiere intrigar—Dicen que los vieron entrando a un hostal de la avenida Universitaria. Y eso que el hostal tiene playa privada. Porque el shopping erótico no tiene fronteras, y rodeando las ‘discos’ y los salsódromos y los pub y las peñas, ahí brillan las estrellas de los hoteles o a su nueva modalidad, «el hostel» de suite matrimonial y el jacuzzi reparador y las vidas de dos seres solitarios frente a la noche espacial. Y él es casado y ella tiene novio, además. Entonces, los libelos de la farándula y los tabloides del deporte dirán que falta de profesionalismo y los hinchas del espectáculo y del fútbol habrán visto resuelta sus fantasías y el morbo colectivo y colectorero, dirá que sus ídolos son tal como uno, es decir, «tramposos» como uno y porque son de carne y hueso, y bien peruanos, merecen ser dignos de atención, y el barrio chillara con la hazaña. ¿De quién? ¿De él, de ella? El muchacho de barrio con la vedette tantas veces deseada. Ella, la calatista, con el efímero crack de una tarde que nos ganaron el partido en el último minuto.

[1] Tropo popular. Dícese de las cervezas heladas bien frías. La semejanza fonética recuerda al ex delantero del Alianza Lima, Juan Aurich y la Selección Peruana que jugó en el Mundial de México 70, Eladio Reyes –de feliz recordación por su triangulación con Sotil Y Cubillas en el segundo gol a Brasil—y hoy desaparecido de las virulentas páginas de la prensa deportiva nacional.

[2] Valeriano López fue bautizado por el calor popular y el fuego impopular como «El tanque de Casma». Era una goleador nato. Sus anotaciones con la cabeza transpusieron nuestras fronteras. Llegó a jugar en tiempo de «El Dorado» colombiano. Se dice que prendía sus cigarros con billetes de 100 dólares. Gozó de los placeres de vida. Murió olvidados por ellos sin misericordia.

[3] Tabloide sensacionalista, Ultima Hora fundó el periodismo amarillo en el Perú del lejano esplendor en tiempos del dictador Odría. Impuso un lenguaje populista. Los semas de la hilarancia del pobre. La replana (vr, gr. Mario Cavagnaro compuso valses para que Los Troveros Criollos conviertan los temas en crónicas urbanas) era su anclaje lingüístico bajopoblano. Puro criollismo.

[4] La Ley (discoteca con orquesta) El Kímbara (salsódromo con orquesta), El Tropical Plaza (salsódromo con orquesta), Bananas de Zárate (4) (discoteca con orquesta), Karamba de Los Olivos (salsódromo con orquesta), Pitcher de Los Olivos (discoteca), The Edge (discoteca), Teatriz (discoteca), The Piano (discoteca), Tequila (discoteca) El Carajo (pub-disco), Rompe raja (peña-bar).

[5] Los conos limeños han creado sus propios centros. Éstos a su vez han dado vida a una oferta erótica y a una geografía del antro. El shopping carnal prolifera en Zárate como en San Juan de Miraflores. La discoteca más grande de Lima se ubica en el Boulevar de Comas: Kapital es famosa por sus Lunes de Ambiente. En el Bulevar de Los Olivos (Panamericana Norte) las noches son más largas que los días y el mercado carnal ofrece una plataforma del placer: el hostal-garaje.

[6] Engrosan la lista de vedettes y/o artistas y/o periodistas y afines, con compobados afaires futbolísticos las siguientes personas. Susy Díaz, Iris Loza, Mónica Cabrejos, Maribel Velarde, Silvana Ojeda, Danuska Zapata, Lucy Bacigalupo, Martha Sofía Salazar, Sofía

sábado, 10 de diciembre de 2011

Cadáveres exquisitos III: JEAN PAUL, EL TROGLODITA - REVISTA "ESQUINA" 33

El extraño del pelo largo

Por Eloy Jáuregui

El troglodita nació bueno. El parque Huiracocha y un tal “Cholín lo fregó. Enrique Tellería Dávila es (fue) El troglodita, el cantante de rock más extraño que conocí en el ejido. Cuando cantaba alucinado, arrastraba las frases como a un perro chusco y alargaba el fraseo como pedo de culebra. Estrafalario y sicodélico, fue el “pase” caminando. Exagerado en todo, era natural de Jesús María, el barrio de altas aspiraciones. Fue ilustre vecino de poetas y cantores. A saber, vivió frente a la casa del compositor Andrés Soto, al costado del poeta Julino Dávila, a un pasito del trovador Huguito Castillo, a tiro de piedra de la residencia la familia Escalante, dinastía de estetas, a la espalda de la quinta del periodista César Hildebrandt y a la vuelta de la primera casa del gran fotógrafo Carlos “Chino” Domínguez. Así, por ADN barrial, era un jodido impenitente.

Enrique se hizo llamar desde 1970 como Jean Paul “El Troglodita”. Hoy ya no valen las comillas. Solo está su eco chamuscado, carburante, pestífero de misterio y la gente que lo conoció le dice solo: el “Troglo”. La leyenda –esa que él quiso fuese mito--, dice de este extraño del pelo largo que fue un tocado por la magia de su tiempo. El “Troglo” arrancó su safari musical como cantante del grupo Los Delfines del Callao. Sería un imbécil si les cuento que lo frecuente. Él era infrecuentable. Pero sí hable y nos metimos unos pisco muchas noches en lo de “Pablito”, famoso grifo de la esquina de los jirones Huiracocha y Húsares de Junín en el recargado distrito de Jesús María, por donde el diablo perdió el poncho.

UN ADELANTADO A SU EPOCA

Alberto Escalante, notable diseñador gráfico, que lo conoció de antiguo, cuenta que Enrique Tellería Dávila fue todo un personaje desde joven. Había estudiado en la misma promoción de César Hildebrandt en el colegio militar Leoncio Prado y era el tipo más buscado –todas las chicas sabían que “Kike” era aventajado—de esos pagos. Pero coincide con una parte de la leyenda. Su padre era un tipo exitoso y lo manejó como un verdadero manager. Él le compraba o le mandaba hacer su vestimenta, se lo veía en la lavandería Dry Cleaners del Parque Huiracocha, lo mantenía en su casa y le daba una poderosa propina que lo convertía en un muchacho afortunado en aquel barrio de clase media anémica de la llamada liquidez. Dice Escalante que si el “Troglo” hubiese nacido en Nueva York o en Londres hoy sería un ídolo como Mick Jagger o Freddie Mercury .

El Troglodita fue el primer peruano que cantaba rock en un estado puro. Su padre le pagaba sus estudios en el Cultural Peruano Norteamericano y “Kike” ensambló un estilo Elvis Presley con dejó a quinta o callejón. Un sastre de la zona que lo admiraba, una tarde mientras se bajaban un ron en el parque le prometió hacerle un traje atigrado. A la semana, “Kike” fue el tipo más feliz. Ahora tenía un terno que era igual a la piel de un tigre. Esa noche cuando actuó en el cine Palermo, se transformó, rompió micros, amplificadores y reflectores y desde esa vez lo llamaron “El Troglodita”.

Luis Vigil escribió de él: “El destacado periodista Guido Monteverde, ya desaparecido, lo bautizaría artísticamente como “El Troglodita” y de paso la película “Europa de noche”, serviría de marco referencial para la creación de su personaje, y Jean Paul anotaría el hecho, ya que en dicho film el actor central era un cavernícola beatnik que salía cantando rocanrol con un mazo en la mano, en un escenario alucinante, donde al final terminaba destrozando todo y a su vez agrediendo a quienes estaban a su alrededor. Con este personaje de ficción, simplemente Jean Paul se sentiría rápidamente identificado y lo llevaría a la realidad, y a un escenario juvenil sediento de emociones fuertes y que antes de la llegada del “Troglo”, era sinceramente súper aburrido”.

Como lo haría dramáticamente real en una recordada presentación en el Canal 4, donde destruyó todo el decorado del escenario, volando sillas y todo lo que encontraba en su camino. Es decir, música rock asumida en su más cavernosa interpretación, y cuyos arrebatos conmocionarían y preocuparían a la opinión pública de aquel entonces, al ver a un joven enfundado en un traje de felino y posteriormente al hippie psicodélico que pareciera haber salido del mismo “Carnaby Street”. P

ROCK EN TIEMPOS DE VELASCO

La revista “Ecran” de 1968 decía: “Jean Paul esta vestido con un pantalón azul eléctrico, una camisa rosada con vistosos estampados, unos lentes gigantes y una corbata ploma ¡pobre Ringo Starr!”. En 1965 grabó “El tema del troglodita” y “El dólar agujereado”, temas que marcarían el inicio de su ascendente carrera, según Luis Vigil. Así, una de sus fans, Rebeca Llave, tiempo después se convertiría en gerente de producción del sello, y descubriría a Los Saicos y a Los Golden Boys, con quienes Jean Paul compartiría muchas veces escenario, ya que Erwin Flores, vocalista de Los Saicos, fue muy amigo del Troglodita y con quienes a veces cantaba en restaurantes del centro de Lima como “El Mario’s” y “La Gruta Azurra”, creando una especie de improvisadas peñas roqueras.

Su primer disco es “Tengo un Mustang”, en el cuál se puede apreciar muy buenas versiones de The Hollies y The Animals, los cuales serían acompañados por Frank Privette y Los Steivos. En 1972 graba uno de sus mejores temas: “Vudú”. Hoy es casi imposible de conseguir pero si uno lo escucha se dará cuenta que el “Troglo” fue un cantante que nació antes de tiempo. Les dejo esta dirección para que ustedes puedan apreciar su art http://www.youtube.com/watch?v=kl0YW4WQpss. Hoy, pocos recuerdan que en los años setenta existió un tipo extrañísimo. Se llamaba Enrique Tellería Dávila, vivo y sufrió en el Parque Huiracocha e inventó una manera distinta de interpretar música. Ese fue su mérito, ser un extraño.


Cadáveres exquisitos II: Miles Davis. REVISTA "ESQUINA" 32


Balada gloriosa de trompeta

Por Eloy Jáuregui

Miles Davis no fue un hombre. Es un sonido lánguido del esplendor de la trompeta. Así, aunque uno sepa que está muerto, es el único músico que se oye vivo. Yo lo escuché –mejor dicho, lo identifiqué-- de joven en mi paso por las Universidad de Buenos Aires. Los porteños saben tanto de jazz como de tango y un toque de rock. Saben de carnes también, pero ese es otro tema. Los temas que toca Miles Davis no tienen pentagrama aunque si se escribe. De otra manera, Davis toca con una escritura musical que solo opera en su cerebro. Esa es su genialidad. Cuando uno ingresa a youtube y coloca esta dirección: http://www.youtube.com/watch?v=qlIU-2N7WY4&feature=related sucede lo mismo que cuando yo, púber, colocaba aquel vinilo inolvidable en la radiola de mi amiga Norma. La cosa es de abril de 1959 y Miles Davis y John Coltrane se lucen en su performance “So What”. Todo ello está incluido en el álbum de Davis “Kind Of Blue”. Norma era de Palermo, como Borges maduro, y no tenía normas para el recato. Escuchaba a Davis y enloquecía. Cierto, ese también es otro tema.

Digo, acaso los sonidos de Davis no llega a la categoría de arte. Voy a recordar lo que el inglés William Furlong en su “Sound in recent art” dijo en 1994: “El sonido nunca se ha convertido en una área discreta y distintiva de la práctica artística al igual que otras manifestaciones y actividades que si lo fueron en los años sesenta y setenta. Nunca hubo un grupo de artistas identificable que trabajara exclusivamente con el sonido (a pesar de que fue usado consistentemente por ellos a través del siglo XX), de manera que no podemos aceptar un campo de práctica artística etiquetada como ‘arte sonoro’ así como uno podría estar de acuerdo con categorías como las de Arte Pop, Arte Minimal, Arte Paisaje, Arte del cuerpo, Video Arte, etc. Otro factor es la diversidad de funciones y roles que el sonido ha ocupado dentro del trabajo de varios artistas”. Obviamente que el estilo de Davis está comprendido en este concepto.

Cuando un músico improvisa –y eso no es justo con Davis—es que se está ‘escapando’ de un formato. Este formato no es nocivo, pero su licencia solo cabe en el arte. Davis decía “El ayer está muerto” o “La vida debe vivirse hacia delante, pero solo puede entenderse hacia atrás”. Estas dos frases describen las claves sobre su personalidad y sobre los caminos que siguió su música (1).

MÚSICA CON LA REGLA

Cómo un negro de pelo lacio como Miles Davis puede criarse en un perfumado barrio blanco del East St. Louis. Uno lo imagina en un edificio desvencijado en el negro Bronx. Entonces supones que es en aquel gueto infernal donde está la cimiente de su sonido con trompeta. Davis es raro, cierto que nació miserable, pero algo hizo su padre que, con toda la prole, se mudó a ese acomodado rincón de blancos. Ellos llegaron de Alton en Illinois, donde nació Miles un 26 de mayo de 1926.

Curioso también que Davis admire a músicos rubios como el descafeinado Harry James y el insípido Bobby Hackett. Sencillamente, no me gustan. Aquello comprueba mi tesis. Que para ser buen escritor hay que leer a los peores poetas. Igual sucede con el cine y la música. Cuando Davis a los 13 años ingresa a estudiar trompeta con el maestro Elwood Buchanan, aquel de la orquesta de Andy Kirk, cierto, sabía más que el profesor. Sin embargo siempre lo recordaba. Cuando Davis contaba de sus inicios se refería a Kirk con cariño y con su frase: “toca sin vibrato, ya temblaras cuando seas viejo”. Aquella sentencia de la libertad hizo que el trompetista adquiera una nota inigualable de una lírica singular que emociona, conmueve y a muchos hace llorar como cuando los deja su mujer.

Sus biógrafos –hay muchos y sería ocioso nombrarlos—cuentan que en 1944 fue el año de sus deslumbramiento. Davis se sentía extraño, único y raro. Pensaba que su música era producto de su locura. Pero esa vez escuchó al gran Charlie Parker y al rebelde Dizzy Gillespie. Fue suficiente. Desde ese día fue otro. Ya en New York –viajó a radicarse y enredarse con ellos—y asistir al gran debate entre el jazz del viejo “swing” y el jazz del bebop.

Ya en los años cincuenta, Davis frecuenta a músicos como Gil Evans, Gerry Mulligan y Lee Konitz. De esa época es su grabación “Birth Of The Cool”, luego ocurriría lo de “Noneto Capitol” y después su primer arresto por consumo de droga. Cuando Davis se engarza a la vorágine que había creado Thelonius Monk y después es vital en el quinteto de John Coltrane, hay en este ser una surte de desdoblamiento. El hombre de éxito genial y el ser atormentado por el vicio.

LA REGLA DE LA TRAGEDIA

En el texto “100 años de JAZZ” de Francisco José Del Viso se cuenta que Davis fue protagonista de la gran música popular durante cinco décadas. Genial, improvisador y creador, Davis fue considerado un Dios contemporáneo. A pesar de todo ello y debido a una serie de problemas diversos en 1975 se inicia un silencio que duraría hasta el principio de los años 80 cuando regresa rodeado de músicos jóvenes como Bob Berg, Bill Evans, Kenny Garret, Mike Stern, John Scofield, Adam Holzman, Robert Irving, Marcus Miller, Marylin Mazur, Mino Cinelu y Al Foster entre otros. Davis así fue inventor del jazz-rock gracias a su disco “Bitches Brew” y fue más con otra grabación, cuando inauguró la etapa eléctrica con el disco "In a Silent Way" que es de 1969.

Lamentablemente, todo aquello que hizo fue complementado con estados grávidos de consumos de drogas fuertes. Aunque fue un trabajador impenitente, y sus ritmos no paraba de renovar el espectro con el free jazz y el pop dejando obras como “Tutu” y “Aura” amen de su reunión con músicos pop como Cindy Lauper en “Time After Time”, luego con el gran Sting y hasta con Prince. Davis se fue de este mundo en 1991 en Santa Mónica, California, a los 65 años. Por ello, Miles Davis, no es un hombre, es el sonido glorioso de su trompeta sobre un terciopelo negro y azabache de muerte.


(1) “Miles Davis. La biografía definitiva”. Ian Carr. Global Rhythm Press, Madrid 2006.