viernes, 23 de diciembre de 2011

REVISTA SOHO Nro 4. "ERECCIONES 4"




PIEL BLANCA, TERCIOPELO NEGRO

ELOY JÁUREGUI


Siempre me gustó la lencería negra. Un sostén desarraigado (como ese sobre las enormes tetas de Sophia Loren) y un calzón breve y de encaje bregando contra la tormenta púbica, era lo mío. Mis sueños de púber, mis pesadillas sin ladillas, todavía. Así, mientras recordaba mis hazañas en el celuloide en aquel Piso 11 del Hospital Rebagliatti y luego de tremenda cirugía en el abdomen (dicen que no podían extraerme una chapa de cerveza Cristal junto al hígado) y con los olores a la anestesia antigua, veía de cúbito dorsal el desfile de médicos y enfermeras en el rincón posoperatorio, entre el dolor agudo y el gozo puntiagudo.

Como pocos, retorcido y precoz, me fascinaban las clínicas y postas antes que el cine o los circos. A mis 5 años me había enamorado como un torete de mi pediatra. Ella era una joven mujer que acababa de casarse y me tocaba golosa poniendo énfasis en mi nariz erecta. En aquel tiempo era lo único erecto que tenía y pensaba, bobalicón consagrado, que mi cuerpo terminaba en mi pescuezo. Así, sentía en carne propia cómo la doctora me escarbaba bracitos, glándulas y molleja, en la búsqueda de un bulto o protuberancia exógena y nada. Estaba sano como un becerro de Miura. Luego de la tos convulsiva, las paperas y los orzuelos --aquellos diviesos traviesos por voyeur de mis primas en cueros--, extrañaba una enfermedad rotunda y mortal. Era imposible, la leche materna había hecho de mi cuerpo un roble. Roble flaco pero poderoso.

Luego, me enfermaba por quítame estas pajas. Hipocondriaco núbil, disfruta de la enfermera que llegaba a casa. Doña Carmela. Era una mujer descomunal y mañosa. No obstante, cuando me aplicaba las inyecciones contra la diarrea o el escorbuto, sus manos eran suaves y divinas. Para hacer palanca me bajaba todo el pantalón y presionaba las ingles derrotando el pulgar a los medios. Entonces, todo lo que fuese en blanco y negro yo lo veía a colores antes del 3D. Era una mezcla de dulce dolor de la aguja por atrás y la piel a terciopelo por delante sujetando mi chuleta. Lo malo que siempre le recomendaba a mamá: “Hay que darle aceite de hígado de bacalao, está muy huesudo y le chorrea la baba”.

La vez que jugando al fútbol me rompió la pierna un obrero de construcción civil en la cancha de “La Chancadora”, ahí sí me sentí el “Nene Pablo” del cuento “La señorita Cora” del flaco Cortázar, cuando terminé internaron en el horrendo Hospital del Niño. Todos los días me alimentaban con locros y caiguas rellenas y las enfermeras eran contrahechas, arrugadas como una pasa y de mal genio. Luego de una operación a tajo abierto, mi convalecencia fue mi obsecuencia. Enyesado hasta el pipute, pasé un año en cama. Entonces, solo leí, veía televisión y escuchaba radio. Por ello y no otra cosa soy periodista. Escribo versos eróticos y novelitas rosa. Las radionovelas influyeron en mi imago y los comic de “Archi” en mi religión de fuente de soda.

Ya de viejo, repito, cuando me trasladaban a mi habitación luego del navajazo en el bajo vientre, de soslayo pude observar los muslos embutidos en unas medias blancas debajo de un mandil albo de una de las enfermeras, aquella que se parecía a mi prima Paola. Mi delirio se hizo río de incontinencia luego. Por la madrugada, el dolor me obligó a tocar el timbre para que me calmen el tormento. Nada pudo ser más placentero ver ingresar en la penumbra de la habitación a esa enfermera, casi Paola. Cálmese, me dijo con una voz a la Virgen María. Yo le dije del ardor insoportable en el pubis macho. Ella levantó la sábana, me revisó la venda y me calmo comenzando con un ligero masaje. Dios mío, esa yema de sus dedos era suplicio y delicia. Yo sentía que todo se me ponía duro. Ella también. Luego se puso a jugar con el miembro erecto. Yo había olvidado ese tajo ardiente que me quemaba las tripas.

Tienes que ser más hombrecito, me dijo al oído empujando sus frases con su lengua. Luego me comenzó a besar todo el cuerpo hasta hacerme perder el sentido. Era de madrugada, como hoy. Ella duerme a mi lado ahora. Todavía tiene los muslos perfectos. Es mi amiga cariñosa y los lunes le hace creer al esposo que tiene guardia en el hospital. Yo sigo enfermo por ella un piso más arriba. En psiquiatría.

(Publicado en la Revista SoHo Nro. 4).