jueves, 19 de febrero de 2009

CLASES DE PERIODISMO III





EL DESAFÍO ESTÁ FRÍO


El subgénero del cine político ha sido a lo largo y ancho de la historia del cine un manjar exquisito para que muchos realizadores, algunos grandes y otros no tanto, dejaran lo mejor de sí mismos con temas que muchas veces no captan la atención del gran público.


Si volvemos la mirada muy atrás, John Ford, con su habitual lirismo y melancolía, nos dejaba la inolvidable ‘El último hurra’. Otto Preminger, especialista en cine negro, daba una lección de cine en ‘Tempestad sobre Washington’ (esta misma semana se edita en dvd en nuestro país). En los 70, gracias a films como ‘Todos los hombres del presidente’ (de la que os hablaré en breve) surgió toda una oleada de películas políticas, esta vez un poco más cercanas a la calle, al hombre corriente, y siempre recogiendo hechos y personajes reales.

En los 90, Oliver Stone tocó el cielo con su impresionante ‘J.F.K.’ y también nos lanzó el ladrillo ‘Nixon’ (inmenso Anthony Hopkins). El correcto Roger Donaldson firmó su mejor trabajo: ‘Trece días’, película injustamente olvidada cuando se trata de un vigoroso relato sobre la crisis de Cuba filmado con un nervio pocas veces visto en este tipo de películas. Precisamente, sobre el segundo trabajo mencionado de Stone, parece volver ahora el mediocre Ron Howard, centrando su objetivo en la famosa entrevista que Richard Nixon le concedió a David Frost.





‘El desafío: Frost contra Nixon’ narra, a través de un excelente guión de Peter Morgan (de quien hace un par de años disfrutamos de su impecable trabajo en la excelente
‘The Queen’), basado en su propia obra de teatro, los preparativos para uno de los enfrentamientos televisivos más sonados en la historia de la pequeña pantalla: el presentador británico David Frost frente a Richard Nixon, en el que el primero quiso obtener una confesión pública del segundo a causa del caso Watergate, del que había salido impune.



Ron Howard, de quien este año nos llegará el blockbuster ‘Ángeles y demonios’, filma la que es muy posiblemente su mejor película, Decir esto tal vez no sea decir demasiado. Howard ha sido siempre un realizador moviéndose por los senderos más comerciales y maisntream que uno se pueda echar a la cara, caracterizándose casi siempre por una puesta en escena impersonal y carente de fuerza. Films como ‘Willow’ o ‘Splash’ son films muy defendidos por un público poco exigente y fácil de contentar (a los que me uno irremediablemente defendiendo esa ñoñada de título ‘Cocoon’). Con ‘El desafío: Frost contra Nixon’ Howard parece entender por fin para que vale una cámara, usándola como testigo directo de unos hechos históricos impecablemente reproducidos en un trabajo fílmico impregnado con gotas de falso documental, que además de ofrecer una fidelidad histórica, ahonda en la figura de un Richard Nixon humano, penetrando en su imagen de ídolo herido y caído, enfrentándole con una figura mediática tan triste como él, o si cabe más: David Frost, el aparentemente feliz presentador tras cuya sonrisa de portada se esconde otro pobre desgraciado.


La cámara vivaz de Howard filma con mimo, con cariño, con inteligencia y casi sin que se note su presencia (algo realmente difícil de conseguir), a unos actores en verdadero estado de gracia, y que suponen uno de los pilares fundamentales de la película. Un elenco capitaneado por Frank Langella, actor que nunca me ha parecido nada del otro mundo, pero que en ‘El desafío: Frost contra Nixon’ realiza no sólo la que es, de lejos, su mejor interpretación (uno de esos trabajos que suponen el culmen a una carrera larga llena de buenos trabajos, incluso muchos de ellos injustamente olvidados, ¿alguien recuerda que Langella fue el Drácula por excelencia a finales de los 70?), sino también una de las mejores interpretaciones de los últimos años. Langella se apodera del personaje, haciéndolo suyo, y a través de sutiles gestos y miradas (todo ello perfectamente recogido por la cámara de Howard) convierte a Richard Nixon en un personaje fascinante y atrayente, que va más allá del monstruo público que todos quisieron ver. Un ser humano como otro cualquiera, que una vez fue un líder, y al día siguiente, por una serie de errores, cayó derrumbado sin posibilidad de volverse a levantar. Langella expresa todo eso y más con una sola mirada. Y sólo por ello merecería el Oscar.




Frente a él, nunca mejor dicho, Michael Sheen, descubriéndose como el excelente actor que es, algo que ya nos había quedado claro en películas como la mencionada ‘The Queen’, en la que dio vida a un convincente Tony Blair. Sheen también tiene su momento de gloria, y aunque sea Langella quien se lleva todos los elogios, el actor galés nos ofrece a un David Frost que no se escapa a esa visión pesimista de su oponente. Frost es otro ídolo caído, aun cuando esta entrevista fue el punto álgido de su carrera. Su inteligencia no es equiparable a la de Nixon, sus ansias de fama y reconocimiento se ponen de manifiesto en su lucha desesperada por lograr la entrevista del siglo. Su buena vida, sus zapatos italianos (detalle de guión sencillamente genial) no son más que tapaderas de una existencia mediocre.

El resto del reparto, aunque nada tienen que hacer al lado de los actores centrales, cumplen perfectamente con su cometido. Kevin Bacon como mano derecha de Nixon, Oliver Platt, Sam Rockwell y Matthew Macfayden, haciendo lo propio con Frost. Toby Jones demostrando de nuevo su camaleonismo; y una Rebecca Hall algo desaprovechada, siendo éste el punto más flojo del film. A veces el personaje de Hall parece un pegote sin sentido, no encajando en la historia que filma Howard. Una historia vibrante, con ritmo, emocionante y con un par de momentos que se quedarán para siempre en nuestra retina: el tramo final de la entrevista, y el posterior encuentro entre Frost y Nixon, que sirve al director para cerrar su visión sobre ese ser tan odiado que incluso no llegó a ser consciente de sus propios actos.



(Producción: Cínicos-Perú)









lunes, 16 de febrero de 2009

CADÁVERES EXQUISITOS XL



La muerte lenta de Susan Sontag

Escribe Antonio Muñoz Molina
(Tomado de Babelia. El País:14/02/2009)






En los escaparates de las librerías de Nueva York hay una bella edición recién aparecida de los diarios de Susan Sontag, con una foto en la portada de una mujer joven de los años cincuenta, o primeros sesenta, morena, con un cierto parecido a Natalie Wood, con un cigarrillo en la mano, sostenido con esa afectada naturalidad con la que en esa época se dejaban retratar fumando los intelectuales.

En otro libro donde ella también está en la portada, Susan Sontag es ya la mujer célebre y madura con la melena poderosa cruzada por un mechón de pelo blanco: es la edición de bolsillo de Swimming in a Sea of Death, el testimonio de la agonía y la muerte de Sontag escrito por su hijo, David Rieff, que tiene casi la sequedad de un informe clínico, la tensión insoportable de ese llanto que atenaza la garganta y estallará como un quejido.

La simultaneidad de los dos libros, de las dos fotos, traza el arco completo de una biografía. En los diarios Susan Sontag empieza siendo, a los catorce y quince años, una adolescente de una pedantería aterradora, pero también muy cómica, ansiosa por leerlo todo, por ver todas las películas y escuchar todas las obras maestras de la música clásica, melodramáticamente en rebeldía contra el tedio de la vida doméstica y de la provincia americana. Nada es lo bastante elevado para ella: encuentra fallos imperdonables a La montaña mágica y la escritura de Faulkner en Luz de agosto le parece vulgar; leyendo a Gide encuentra por fin un alma gemela: "Gide y yo hemos alcanzado una comunión intelectual tan perfecta...".





En el diario, como cualquier adolescente, Sontag inventa un personaje de sí misma: lo que asombra es el tesón con que dedicó su vida entera a construir ese personaje, alimentándolo con una bulimia intelectual que le duró siempre, y que tal vez siempre excluyó el ácido corrosivo de la ironía hacia uno mismo, que es uno de los rasgos a los que la adolescencia es impermeable. Muchos años después, cuando ya estaba muriéndose de una muerte lenta y dolorosa que se negaba a aceptar, le confesó a su hijo algo que suena más propio de un adolescente que de una mujer de setenta: "Esta vez, por primera vez en mi vida, no me siento especial".




A los quince años llenaba su diario con listas de libros, de películas, de óperas y sinfonías que le era imperativo descubrir: después de su muerte, su hijo encontró entre sus cosas recortes de reseñas de restaurantes a los que quería ir y de novedades literarias que ya no había podido leer. Comparaba la voracidad lectora con la sexual, y la entrada del diario en la que cuenta una aventura erótica primeriza con otra mujer consiste sobre todo en la lista de obras musicales -Scriabin, Bartók, Shostakóvich- que escuchaban mientras hacían el amor. El éxtasis no puede ser más elevado: Sex with music. So intellectual!


En 1975 padeció un cáncer por primera vez. Le dijeron que las probabilidades de supervivencia eran escasas, pero se sometió a la operación más radical de las que proponían los médicos. Su hijo recuerda los detalles con la precisión de un informe. En esa intervención a la paciente le quitaban "no sólo el pezón y la aureola y la mama entera, sino también los músculos del pecho y los nódulos linfáticos de las axilas, que en el caso de mi madre se habían revelado como cancerosos". Se sometió a quimioterapias terribles y escribió después sobre la enfermedad con una clarividencia helada. Uno cree pertenecer al reino de los sanos, pero un día le toca descubrir que al nacer le dieron doble nacionalidad y que ahora pertenece también al reino vasto y hasta entonces casi invisible para él de los enfermos, y desde ese día ni uno mismo ni el mundo vuelven a ser los que eran.





En los años noventa, cuando se había retirado a una casa de campo en Italia queriendo resolver en la soledad una novela difícil, empezó a orinar sangre. Regresaría el miedo intacto, en el fondo nunca mitigado, la advertencia de que seguía conservando su nacionalidad sombría en el reino de los enfermos, pero le importaba mucho no parar de escribir y no fue al médico ni dijo nada a nadie. Terminó la novela, le hicieron pruebas, le encontraron otro cáncer, un sarcoma uterino.
Lo superó también pero después supo que a un precio muy alto: la quimioterapia que le dieron entonces favoreció el crecimiento de otro cáncer que se reveló unos años más tarde, una forma especialmente cruel de leucemia, que no da a quien la sufre un plazo de supervivencia de más de nueve meses.


El relato de David Rieff empieza el 28 de marzo de 2004, en el aeropuerto de Heathrow, en esa desolación de un trasbordo entre dos viajes muy largos. Tiempo de nadie en la tierra de nadie de una sala de espera. Había volado hasta Londres desde Oriente Próximo y esperaba la salida de un vuelo hacia Nueva York. Llamó a su madre para avisarle de que volvía y ella le dijo que se había hecho uno de sus análisis habituales y que los resultados no eran buenos.





A partir de ahí el libro es una pesadilla iluminada por una claridad como la que no se apaga nunca en los corredores de las clínicas, atravesada por una obsesión como la del enfermo que haga lo que haga está pensando siempre en su enfermedad, sospechado su avance en el cuerpo, su invasión todavía imperceptible. Es la obsesión de Susan Sontag por no morir y la del hijo preguntándose si hizo bien o no en secundar la ceguera insensata de su madre, la venenosa esperanza que la impulsaba a no resignarse y a someterse a tentativas de curación que tan sólo servían para agravar su martirio, a una operación de trasplante de médula que no tenía la menor probabilidad de éxito en una mujer de setenta años que llevaba casi la mitad de su vida minada de un modo u otro por la enfermedad.

"Mi madre se había visto siempre a sí misma como alguien cuya hambre de verdad era absoluta. Después del diagnóstico el hambre persistió, pero su desesperación no era por la verdad sino por la vida". Susan Sontag no aceptaba para sí el destino común, la fatalidad de desaparecer. Ella, tan especial, ¿iba a morir? Tenía tanto que escribir todavía, tanto que hacer, la esperaban tantos viajes y tantos libros y óperas y restaurantes. Pudo haberse deslizado hacia la muerte con cuidados paliativos y prefirió el tormento de los quirófanos y la quimioterapia. Sólo muy cerca del final pareció rendirse, cuenta David Rieff. Preguntó por él y le pidió que se acercara. "Quiero decirte...", murmuró apenas a través de los labios llagados. Pero no dijo nada y ya no volvió a hablar. Siguió viva unos días, pero ya estaba lejos, recuerda su hijo. Se había retirado a un lugar muy dentro de sí misma. Uno quisiera saber si antes de extinguirse Susan Sontag volvió a vislumbrar el sueño intacto de la vida futura que había inventado en sus primeros diarios.



(Reborn: Journals and notebooks, 1947-1963. Susan Sontag y David Rieff. Farrar Straus & Giroux, 2008. 336 páginas. Mondadori publicará el libro en España a finales de año. Un mar de muerte. Recuerdos de un hijo. David Rieff. Traducción de Aurelio Major. Debate. Barcelona, 2008. 149 páginas. 17,90 euros).

viernes, 13 de febrero de 2009

LLEVO TU CORAZÓN



Llevo tu corazón conmigo

(lo llevo en mi corazón)

nunca estoy sin él

(tú vas donde

quiera que yo voy, amor mío;

y todo lo que hago por mí mismo

lo haces tú también, amada mía).


No temo al destino

(pues tú eres mi destino, mi amor)

no deseo ningún mundo

(pues hermosa tú eres mi mundo, mi verdad)

y tú eres todo lo que una luna siempre ha sido

y todo lo que un sol cantará siempre eres tú.


He aquí el más profundo secreto que nadie conoce

(he aquí la raíz de la raiz y el brote del brote

y el cielo del cielo de un árbol llamado vida;

que crece más alto de lo que un alma

puede esperaro una mente puede ocultar)

y éste es el prodigio que mantiene

a las estrellas separadas.


Llevo tu corazón (lo llevo en mi corazón).

¿ERES UN PRESUMIDOR?




El término prosumer fue acuñado por el futurólogo Alvin Toffler en su obra "La tercera ola", cómo la fusión de las palabras PROducer (productor) y conSUMER (consumidor), donde el predecía la aparición de un nuevo tipo de consumidor, que intervenía directamente en el proceso de diseño y manufactura de nuevos productos, haciendolos estos altamente personalizados. Ahora próximos a terminar la primera década de este tercer milenio, ese concepto ambigüo y teórico se ha vuelto real.

Un bloggers (personas que escriben un blog) es un claro ejemplo de prosumer. Hasta antes de la aparición de los blog, los principales productores de contenido escrito eran los diarios, las agencias de noticias proveeían la materia prima que los diarios de diversas partes del mundo, que las utilizaban para producir contenido local, que luego era masivamente distribuido en forma de periódicos (papel y tinta).

Muchas personas podían no estar de acuerdo con algún comentario del editor, noticia o reportaje, siendo su única vía de expresarse enviar una carta al editor y tener suerte de que esta sea leída y repondida a través de las páginas del diario. Ya que nadie podía iniciar su propio diario, básicamente por cuestiones económicas. Esto ponía a los diarios en la parte superior de la pirámide de producción de contenidos. Ya sea que uno fuera un renombrado periodísta o un simple ciudadano de a pie, estaba a merced de la estructura del mercado de producción de contenidos.



Internet y los blog, llegaron y cambiaron ese equilibrio y achataron la pirámide. Ahora cualquiera puede tener su propio periódico en forma de un blog, y lo mejor de todo, gratis y disponible 24/7 (24 horas del día, 7 días de la semana).
Los bloggers se convirtieron entonces en productores de contenido, al igual que los diarios tradicionales, y además los bloggers son consumidores de contenido (un blogger se nutre de diarios, revistas, televisión, cine, y otros blogs). Además en un efecto de realimentación, incluso algunos blogs, son materia prima de medios de comunicación tradicionales.

Así, la blogósfera (la porción de Internet que esta conformada por los blogs), se ha convertido en la principal creadora de contenidos en el siglo XXI, y sus miembros (los bloggers) se han transformado en los primeros prosumers de carne y hueso.
Ahora con la aparición de los portales de broadcasting de videos como YouTube.com, han aparecido los videoblog, que no son más que pequeños canales de televisión donde cualquiera con conocimientos básicos de edición de video puede convertirse en un broadcaster.

Esta bien, se produce y se consume contenido, pero ¿donde esta el negocio?, pues bien la base de la economía de la blogósfera se encuentra en la publicidad, al igual que en los medios convencionales. Pero a diferencia de estos últimos la publicidad es inteligente, esta orientada por segmentos, a través de la publicidad contextual. Es por ello que cada vez son más los anunciantes que usan Internet para promover sus productos en detrimento de los medios convencionales.




El jugador más importante en el mercado de la publicidad contextual es Google con sus dos productos estrella AdWords y AdSense. Ahora tengamos presente que el prosumer, no solamente puede tener un blog, se puede ser un prosumer si se conduce un proyecto de free software, o se es un artista que difunde su obra a través de Internet. El prosumer elimina al intermediario y comercializa directamente el su creación, ya sea este un artículo de su blog, una canción, un video o un template de myspace. El modelo de negocio sin embargo puede ser diferente, se puede regalar y conseguir fondos por publicidad contextual, se puede regalar un software básico, pero vender las personalizaciones, etc.; las posibilidades son infinitas.
Estamos ya habitando en una nueva economía y de su nueva clase empresarial: el prosumer.