miércoles, 24 de septiembre de 2008

LA CONCHA DE BUFALO VIL



LOS TÍSICOS

Por Eloy Jáuregui

Admiro a Eva Ayllón cuando canta valses. La vez que intenta con otro género, por ejemplo un bolero, está fatal. Me amotina escuchar el valse El Tísico (“No me beses que estoy muy enfermo…”) en la voz de Rómulo Varillas. Solo un guaracazo de ron me calma. A propósito, Augusto Thorndike denunció el domingo en un formidable reportaje en Canal 4 que los enfermos de la tuberculosis ‘multidrogorresistente’ aumentó en el Perú colocándonos en primer lugar sólo superados por Haití. Los tísicos, señora.


Vallejo hablaba de los ministros de Salud porque él nació un día en que Dios estuvo enfermo. Yo hablo de Hernán Garrido Lecca, un funcionario obtuso. No es un advenedizo político. No es de Los Malditos de Zapallal. No. Es un militante activo de una organización: El Apra. Su gestión traduce directivas partidarias. Sé que Alan García se banca a sus ministros. Miré usted al chamuscado Lucho Alva. Sigue regalando patrulleros y los policías de la Av. Javier Prado siguen cobrando coimas.


“Si no ocupas de la política, la política se ocupará de ti”, me decía mi maestra Ely cuando yo le miraba las piernas. Trato, así, de no ensuciar mi escritura. Pero entre la huelga de médicos, Garrido Lecca, los tísicos y el Canal 7 hay una línea putrefacta, delgada pero línea al fin. Señora, los médicos no son responsable de que uno se enferme. Un profesional de la salud que ha estudiado 10 años no merece estar trabajando 18 horas diarias para tener un sueldo decente. Tengo dos primos médicos que me paran picando. No llegan a fin de mes.


Carlos Manrique, presidente de IRTP (Canal 7) hizo el milagro para indignarnos a todos. Se tira contra los médicos. Botó a Cecilia Barraza. Era muy cara, dijo. No obstante, se rodea de asesores. Emite una telenovela coreana. Transmite Los caminos del inca. Tiene entre ojos a Presencia Cultural. Ya se deshizo del maestro Giacosa y es más conchudo que el mismo Garrido Lecca.


Mi padre hablaba de los búfalos. Yo digo que no se puede ser más duro de mollera. Que los apristas tienen que dejar esa supina soberbia. Oigan el pataleo de los peruanos. No es cuento. El maestro Haya debe estar revolcándose en su tumba. Si lo planearon tan bien no les hubiese salido tan mal.




(*) Publicado en LA REPÚBLICA. Sábado 20 de septiembre del 2008.

ENTRE HORNOS Y ROCOTOS DE BLANCA CHÁVEZ

LOS FOGONES DEL GRAN SUR

Por Eloy Jáuregui



Existe una vigorosa y telúrica cocina regional en el Perú. Es la cocina del gran sur. Un compendio de potajes, registros y conectores culinarios que conforman un basto universo de expresiones del arte de cisoria. Síntesis que los hace diferentes por excelsos pero que están inmersos en el enorme capítulo de las cocinas nacionales y regionales peruanas. Y digo que es gastronomía regional y no departamental porque el tejido sápido de sus expresiones van más allá de las fronteras políticas, diluyen los pagos de castas y organizan gustos liminares que se afincan en un centro cultural por su mestizaje y variedad: ahí radica la cocina arequipeña.

Blanca Chávez, la mejor cocinera arequipeña

Pero acaso en el Cusco, como faro monumental de nuestro pasado, no habita una impronta culinaria portentosa, se preguntará un comensal distraído. También, pero mi hipótesis –refrendada formidablemente por el libro Entre hornos y rocotos de Blanca Chávez—es pretenciosa aunque supongo, como otras, rebosante de audacia. De igual manera podría citar la excelencia de los peroles moqueguanos o tacneños. Los potajes del altiplano, las variaciones en Apurímac y el sur de Ayacucho. Pero la summa arequipeña es ciclópea y abundante en rasgos de originalidad e imaginación.

Digo que la cocina de Arequipa es superior por despensa, clima, agua y por supuesto, por el genio heterogéneo. Se reúnen en su espíritu el alma española atiborrada a su vez de un supino mestizaje. Los conquistadores eran castellanos, vascos, catalanes, celtas y más, y venían aderezados de los jugos caldurientos de la miel mora. Árabes en esencia y en su mayoría, abrazados a mujeres. De ellas es el maridaje del picor y el dulzor. Eterno placer para papilas sensualizadas. Y vamos que hoy están de moda los varones cocineristas. Al contrario, como se explica en este texto, la cocina arequipeña en amplia matronil. Su lógica es femínea por delicada y picante por mujeril.


Cuando Blanca Chávez explica en el capitulo primero de Entre hornos y rocotos
que en una olla hirviente arequipeña confluyen los sabores de los migrantes sureños que ponen su cuota cocinera que Arequipa supo incluirlos en el calor de su propio carbón y recrearlos como peculiar modo de sentir los aderezos de su tierra, no está diciendo más que hay en el origen de esta cocina, sólidos cimientos tutelares pero al mismo tiempo, apertura a una mundialización que la hacen digna del gusto cosmopolita y diferente a otras cocinas regionales del Gran Sur.

Es conocido el carácter de las damas arequipeñas. Regionalistas y orgullosas de ese repertorio heredado desde las brumas de las más profunda memoria. No obstante, su apertura a las influencias de otras cocinas regionales las hace doblemente valiosas porque han integrado e interpretado los temperamentos foráneos frente a los fogones. Una anécdota pinta esta propuesta, mi tía abuela, Catalina Villena, la “Tía Cata” para toda la familia, vivía inmodesta en un solar de la calle Ejercicios a tiro de piedra de la Plaza de Armas de Arequipa.


Llegar a Arequipa desde Lima en la década del 50 era descubrir su universo nutricio. Su registro personal atesoraba la hermenéutica de 125 “Chupes” y tenía como su pendón y estandarte aquel que ella bautizó como “Timpo frutado”. ¿Qué era? Un chupe –variación de sopa holística, integral y póntica—con carnes tratadas. De res, la punta de pecho. De cordero, el lomito. Tripas, vaya uno a saber. Harto hueso de manzana y un festín de peras y melocotones abridores. Los platos llegaban humeantes a la mesa y mi niñez se convertía en sabiduría, mi sorpresa en magisterio, mi precocidad en sapiencia. Su ingesta duraba una eternidad. Cuando acababa la ceremonia definitivamente uno no era uno. Era otro.

Don Jorge Polar en la tercera edición de su celebrado Arequipa, Descripción y Estudio Social de 1958, escribe: “Allá abajo, la orilla del río, casi en el centro de la comarca, está la ciudad, blanca, como hecha de espuma o de lava o de alabastro. La bruma de la tarde comienza a cubrirla y va palideciendo como si se sumergiera lentamente en un ensueño. En torno suyo, asomándose, entrándose a sus calles, como curiosa de verla, brillante la campiña, verde y hermosa todo el año, pero que en esta tarde de diciembre está más hermosa que nunca, porque los trigos maduros parecen campos de mieses de oro y los campos de maíz lucen verde-oscuro en las cañas nuevas de anchas hojas, y las arboledas, con el buen tiempo y los anuncios de las lluvias de verano que no tardará, están de frondosas que ya se rinden a su propio peso”.

Con tamaño paisaje descrito por Polar, uno se puede imaginar que esa tierra es un Edén. Pero es más. Arequipa trasunta su paisaje e inventa un repertorio del jamar vicario. Sus recetas, que en este libro Entre hornos y rocotos de la notable restauradora –el restaurar en su restaurante es su ciencia—Blanca Chávez, alcanzan a las 183 composiciones, no hablan de otra asunto que no sea el de la frondosidad de repertorio, de la excelsitud de sus artificio, de la misteriosas conexiones entre los herméticos secretos de los valores sápidos. No otra cosa es este libro. Un viaje por los hornos y fogones de una Arequipa que es, en el registro de la cocina, un continente aún por descubrir. De ahí que este libro forme parte de un serial que Blanca Chávez viene preparando para la liturgia ceremoniosa de una cocina monumental.


Zarzas, chupes, malayas, solteros, he aquí presentes, descritos más que como recetas, cual fórmulas para alcanzar la felicidad del paladar que es uno de los placeres más caros de todos aquellos que tenemos a la mano y en el paladar los humanos. Su tejido con otras cocinas, la morisca, la africana, la universal, es el resumen de un hito exorbitante que en este texto está refrendado por la teoría y la práctica. Amén de los insumos que son de tierra, de cielo, de río y de mar. Que son nativos e injertados. Que se cocinan en las brasas de una casa de prosapia como de una picantería –el restaurante popular con lógica e ingeniería propia--, con intensidad y devoción. Que se llevan en la memoria y que sus portentos como es el caso del restaurante El Rocoto, trasladan con fidelidad aquella matriz de origen a la capital limeña, con los insumos y la ternura de sus constructores.

Finalmente, el logro de este libro reposa en la forma natural y diáfana en que su autora ha conseguido, con un lenguaje coloquial y con una mirada serena de conservadora de un patrimonio intangible de su Arequipa querida, la mejor manera de demostrar su cariño a esa inmensa herencia cultural. Por eso, al entregarnos un libro donde la cocina del Gran Sur descubre su gran capital: Arequipa, Campiña y volcanes. De rumorosas huertas y de anisados amansadores. De genio y temple que han quedado retratados en las almas de sus peroles y el espíritu de sus leñas jamás extinguibles.