miércoles, 25 de junio de 2008

BUENO BONITO Y BARATO II


EL MISTIC MARKET: VISA PARA EL CIELO [*]


Un ensayo de Eloy Jáuregui

Ocho de los pabellones céntricos de las galería “El Hueco” se dedican a vender los asuntos de Dios. DVDs, casetes, polos, cancioneros, Biblias, afiches y otras chucherías de la fe conforman la oferta de uno de los mistic market más grandes del Perú. Existen productos de marca, otros piratas y algunos con sello de sello “chancho”. Los vendedores y compradores mantienen un pacto secreto. Son serios al cobrar y mucho más al pagar. Un cálculo de la administración asegura que más de 500 mil Nuevos Soles se mueven al mes en esta parte del cielo limeño en el sótano.


Para comprender este emporio del credo y el marketing de lo sublime divino debe uno leer antes “Estilos de Vida en el Perú” y “Ciudad de los Reyes, de los Chávez, los Quispe” de Rolando Arellano. Antiguo y Nuevo Testamento del mercadeo formal e informal peruanos. No se puede explicar de otra manera por qué Dios es peruano. No se puede entender de otra forma cómo en la capital del Perú los que construyen el imaginario social han convertido a Sarita Colonia en la rival de Santa Rosa de Lima y al malogrado Chacalón en el antagonista de San Martín de Porres.


Dr. Rolando Arellano

En el capitulo 9: “Bailando con los muertos: El mercado del espíritu” de su libro “Bueno Bonito y Barato, ensayos cortos sobre el mercado y usted”, Rolando Arellano se acerca otra vez al cielo del mercadeo como filosofía del existir. Su máxima, “dime qué compras y te diré quién eres” se vuelve a patentar como forma de “lo real”. Dios es el economista menos estudiado en el planeta. Sólo un enfoque como el de Arellano Cueva lo hace hombre de carne y hueso y además habitante limeño con dejo y argot de esquina o cerro.

Cómo hace Arellano Cueva para identificar el numen –esa inspiración de nuestro artista del mercado—nacional. Tiene un laboratorio fijo e itinerante –real y virtual—donde aplica una ecografía al consumo de los de a pie. Investiga, identifica y articula un plano holístico e integral. Nadie es así por que sí. Sólo somos los que existimos cuando nos metemos la mano al bolsillo. Ese Martín Barbero o García Canclini que lo habitan lo han convertido en un Diógenes con reflector en las plúmbeas calles de Lima. Las de Barrios Altos y de Ventanilla. Las de Ceres y el balneario de Asia –que es palabra quechua y tilda a los lugares que apestan--, las de La Molina y Surquillo.




Así, se tira abajo el libro occidental de la mercadotecnia científica. Así elabora un enfoque del nuevo catastro de seducción y sensualidad que hierve en el espíritu del nacional integrado. Ese que se trenza entre la economía formal, informal y delictiva como señalaría un último estudio de Francisco Durand entre empresarios y quijotes. De esta manera y no de otra, el último libro de Arellano Cueva inaugura un ojo preventivo y redentor. Aquel que observa la ciudad desde la entraña misma de sus contradicciones y a partir de una columna que aparece en El Comercio todos los viernes santos que son los días de las compras adivinadas por la divinidad del emprendedor milagroso.


No es un juego de palabras es un jugo de rana para entender al Perú desde sus capachos. Esa impresión tuve con Rolando Arellano cuando en 1996 lo entreviste para el programa Panorama de Canal 5. Él estaba terminado su Estilos de Vida en el Perú y había clasificado a los peruanos en 9 plataformas. Hoy sólo son 6. Y Lima es 5. Y Arellano Cueva es único porque no suelo conversar con economistas ni mucho menos. Con el autor de BBB sí porque entiende que eso de la productividad y rentabilidad está más en la poesía del ahorro y la inversión que en los números serios del maestro Baldor.

Por eso cuando me pide que presente este novela capítulo de su libro y que tiene que ver con mi pecado de acercarme a los asuntos divinos sólo para ser perdonado en la escritura, no puedo más que solazarme en este nuevo hallazgo de Rolando Arellano quien como Virgilio, me hace pasear por el cielo, purgatorio e infierno de este país y su divina comida del alma. Entonces me encuentro con la Rosa de fama internacional, con la fe que mueve montañas de turistas, con que todo problema es una oportunidad. Y me instala entre el consumo y el amor y me hace preguntar qué celebramos, la resurrección de Jesús o su muerte? ¿Y en Navida, el hijo de Dios o el panetón? ¡Y para qué diablos le sirve un feriado a los empresarios? ¡Y Papa Noel, luce los colores patrios o los de la Coca Cola? ¿Y por qué no cantamos el himno cuando nos empujamos un rocoto relleno llorando de patriotismo picante? ¿Y por qué los católicos no tomamos el cine Orrantia y lo convertimos en un salsodromo?

Digo finalmente que este libro no es para leer. Es para vivirlo a dentelladas. Para entender que en el Perú se cocina una pachamanca descomunal entre el ingenio y la corrupción de garrapata. Porque Lima necesita del ojo periodista de Rolando Arellano para comprender que heredamos una catástrofe y que sólo con textos lúcidos de un estudioso del mercado como él, haremos de la dicotomía del símbolo y el diávolo un, una Lima para leerla a diario porque cada vez es otra y sólo su escritura le hace un retrato sin contrato



* Ensayo escrito para el libro Bueno Bonito y Barato (Tomo II) de Rolando Arellano. Sección 9. "Bailando con los muertos. El mercado del espíritu".


69 ENSAYOS: Violencia y Música en el Perú





DEL GRUPO COLINA AL GRUPO 5 [*]


Escribe Eloy Jáuregui


Abertura. Don Fernando Pessoa no sólo era un sordo musical sino que portaba el arte de la avispa en el manejo de la batuta de su poesía como un Von Karajan, monárquico, nacionalista, místico, amen de cristiano y gnóstico. De allí su frase: “La poesía es la emoción expresada en ritmo a través del pensamiento, como la música es esa misma expresión, pero directa, sin la intermediación de la idea”. Y si Homero era ciego a la manera de Andrea Bocelli, su Do de pecho era el techo de la imaginaría musical allá en el rancho grande, allá donde escribía, de a oídas. Por eso no me imagino a un Odiseo silente aunque a su autor le faltasen lentes, fascinado por los cantos de sirenas aún con tapones--. Penélope –la única mujer con nombre de hombre--, mientras tejía y destejía, hervía envuelta en su edredón, cantando polifónica, trinos agónicos, espoleada adormeciendo su lubridez mientras, coros de guerra, voluptuosos, la acechaban en esa Itaca lubricada por las armas del deseo.







El teatro griego usaba las rondas corales para endurecer el genio de la guerra aunque en verdad, aquellos orfeones solo anunciaban la muerte. Edipo, quien tenía buena voz, poco cuerdo se arrancó las cuerdas vocales por la consonancia de su pecado matriz. De aquella tragedia, Hans Sachs, conocido como “el maestro de los maestros cantores”, dizque inspiró su gracia. Alejandro Magno, presagiando su final en Babilonia, mandó a instituir una orquestita de vientos y redoblantes para que su velorio no quede en el silencio histórico. En resumen, la música y la guerra desde los subliminales cantos gregorianos pasando por los de ‘ultratumba’ y hasta el new age, son más que fuerzas antagónicas, potencias complementarias. En la ciudad sagrada de Caral, la más antigua del planeta, a 168 Km. al norte de la Plaza San Martín, en su magnifico anfiteatro se halló una batería de instrumentos de vientos. Los arqueólogos aseguran que su música fue su perdición. Borrachos de melodías, los carales fueron pasto de los chavines dos milenios después de iniciada la jarana.







Ridley Scott, en su epónimo filme Gladiador, diseña más que recrea digitalmente el Coliseo Romano para que Maximus, su gladiador australiano, Russell Crowe –en la vida real, no conozco otra—venza al afeminado Commodus, ese Joaquín Phoenix de ambiente clavado literalmente en medio de una algazara infernal en las graderías donde no solo se gozaba con la sangre derramada sino con el ritmo que imponían las bandas al mejor estilo del faraón Tutankhamon, entre solos de tubas, cornetas y naffires. No existen ejércitos sin bandas ni orquestas sin estrategas para el ataque musical. Desde la noche de los tiempos, la música es la proteína de la fiereza. Cierto, sirve también para la otra guerra, la sexual –escúchese el Bolero de Ravel en versión de su autor: diecisiete minutos, 24 segundos para interpretar los 340 compases en 3 tiempos--. Es decir, lo que demora una dama desde el primer beso hasta su explosión orgásmica, que como dice Abraham Valdelomar, que es cuando entierra el pico.






Allegro non troppo. Robespierre en 1794, atacado por la influencia propia de Rousseau, en su famosa perorata, decía de los artistas y científicos que no había estado a la altura de los acontecimientos. “Ellos han deshonrado la Revolución Francesa y, para su eterna vergüenza, la razón del pueblo ha hecho todo por sí sola”, decía a los gritos. Era injusto el llamado “Incorruptible”. Músicos y poetas habían entregado sus vidas por esa causa justa. Los dramaturgos más que los hombres de música –no existía el cine, el mundo quedaba bajo un telón del teatro—enarbolaron la bandera de la justicia social. Así resurge la ópera con un tizne barroco y como el rock, se agarra del gusto del pueblo. El maestro André Grétry era el operista ciudadano, sus obras emblemáticas como Guillermo Tell, Don Quijote y Ricardo Corazón de León, fueron pretextos musicales para que aquella pasión por la libertad se infiltre en los grandes salones, se escape a las calles ensangrentadas y sean coreadas por el pueblo como tonadas reivindicativas más que festivas propias de la razón y justicia.









Igual ocurrió con la Guerra Civil Española. A más bala y dinamita más música. Republicanos y nacionalista enfrascado en el más sangriento genocidio, se tomaban su tiempo para cantar: “Y a las tropas invasoras, /rumba la rumba la rumba la / buena paliza les dio, / ¡Ay Carmela! ¡Ay Carmela! / buena paliza les dio…”. No eran temas irónicos, al contrario, a su manera, eran palabras musicalizadas que energizaban a los bandos para aquello que los militares llaman moral entre dos bandos hermanos pero irreconciliables. Aquella furia clasista esta descrita en “Que la Tortilla se vuelva”, himno tan intenso como La Internacional para aquellos que amaban el socialismo. “La yerba de los caminos /la pisan los caminantes / y a la mujer del obrero / la pisan cuatro tunantes / de esos que tienen dinero…” Igual, en la Revolución mexicana aparece el Corrido (1910-1921). Es música para la pólvora y los capachos. Los ejércitos de la revolución obligaban a la tropa a sabérselos de memoria sino era el paredón. Madero, Villa y Zapata eran los personajes de aquellas gestas con sus triunfos y derrotas y crearon en el imaginario de aquel pueblo mexicano la impronta de su tradición más profunda que hasta hoy se canta. Luego vendrían las rancheras pero esa harina es para Juan Gabriel.








Adagio y Fuga con zapateo. Ya con la Revolución Cubana, la música prostibularia de la isla fue proscrita. Fidel lanzó: “Revolución sin pachanga” y la violencia revanchista dio paso a la Nueva Trova. Paradojas nacionales propias de la modernidad. Ya en los 60, Bill Halley (1955 “Rock Around The Clock”) y Chubby Checker (1962 “Slow Twitin”), dos figuras del Rock and roll y el Twist, actuaban en Lima y la primera película de Los Beatles “A Hard Day's Night”, dirigida por Richard Lester, se exhibía en el cine Excelsior sin roche. La música de ese entonces ere telón de fondo para los levantamientos guerrilleros de Hugo Blanco en las los valles de Lares y la Convención en el norte cusqueño Y mientras asesinaban al poeta Javier Heraud en Puerto Maldonado, la Nueva Ola acompañaba el féretro revolucionario al ritmo de Los Saicos y su tema “Demolición”.





Y si es cierto que las matinales con Los Doltons y Los Shains atiborraban los cines de todo Lima es verdad también que El Coliseo Nacional y El Coliseo del Puente de Ejercito –los refugios hedonistas de la migración masiva de primera generación-- habían generado un tipo de provinciano musical y resistente a los nuevos retos del imaginario de la capital. En el Perú, la música fue el condimento de nuestra historia republicana. Cuando Jorge Basadre en su monumental “Historia de la Republica del Perú” (ed. Universitaria, Lima 1983) narra que entre mazurkas y polkas se cocinaban alzamientos, montoneras y revoluciones, la música y sus letras acompañaban a cuanta insurrección se planeaba en los focos obreros del tinglado urbano. Los anarquistas a la manera de González Prada entonaba aires de guerra y existió un “Cancionero Aprista” que circulaba de manera caleta entre los militantes puros y sinceros.







Términos como “hibridación”, “mestizaje, “mezcla”, “reciclaje” describen diversos fenómenos de la ahora mal llamada cultura popular y de los desplazamientos sociales, la nueva cartografía social y la aceleración democrática, todo ello empaquetado por el torrente linfático de los mass media. No en vano la famosa “La Internacional”, himno comunista de los 70 hermanado a la canción protesta y a los lamentos reivindicacionistas de los chilenos de Quilapayún --“El pueblo unido jamás será vencido”--, de la argentina Mercedes Sosa y de los nuestro: Tiempo Nuevo o Vientos del Pueblo. Hoy, los estudiosos sociales de nuevo cuño creen escuchar en “Flor de Retama”, huayno del compositor Ricardo Dolorier, un salmo a las hazaña de Sendero Luminoso. Igual suerte corrieron –pero esta vez perseguidos por las fuerzas represivas—cantantes como Martina Portocarrero o el mismo dúo José María Arguedas de los hermanos Julio y Walter Humala.







Concluyo esta primera parte con el aserto que son de los usos de la guerra la muerte y sus melodías. Que el saber de la seducción de la música fue el poder de los que apostaron por la intransigencia y el terror. En los nefastos años 90 en el Perú, el régimen fujimorista como parte de su estrategia psicosocial y de su poderosa industria del consentimiento uso la música popular para levantar su máquina electoral. El género de la Technocumbia tuvo en Rossy War, Ana Kholer y el travesti Ernesto Pimentel a personajes que influyeron en el appeal de los miserables y marginados. De igual manera como aquella organización de extermino, el Grupo Colina festejaba sus sangrientas hazañas con el cómico Carlos Álvarez. Con el gobierno aprista apareció Tongo y El Grupo 5. No obstante, “Chacalón” sigue siendo esa válvula de escape de la frustración nacional, de los peruanos marginales, aquellos que todavía habitan en la bienaventuranza de lo prodigioso, esos que horadan las márgenes de la informalidad gracias a los pastores electrónicos del nuevo país.



[*] Condensando del libro de ensayo del mismo título, especial para la Revista Nexos





ETIQUETAS NEGRAS

LIMA
EL CIELO BAJO EL INFIERNO *

Un ensayo de Eloy Jáuregui

Ningún limeño sueña con llegar al cielo. Ese limbo a la intemperie es plúmbeo y sucio y todo lo contrario al firmamento de la salvación que se supone celeste para la dicha eterna en los aposentos de la patria ultra celestial. La bóveda azulada que baña de ambrosía como reza un valse no existe. Luis Loayza, el ensayista limeño postrado en las ubres del olvido, afirmaba en su libro El sol de Lima (Mosca Azul, 1974) que el cielo limeño era una falacia gris de los fastos de nuestra vieja grandeza nacional. Si el antiguo Perú era el ‘Imperio del sol’ y Lima es su capital, entonces la megalópolis debería ser el vórtice soleada hasta el hartazgo. Pero como ese aserto era limeño, irónicamente resultaba precario más que falso.



Frente a una postal caribeña, de niño, descubrí que mi cielo era andrógino como sus estaciones disfrazadas. El verano en Lima es anémico por su hibridez solar. Dura apenas unos días y es suficiente para el bronceado precario. Por ello el capitalino es melancolioso de nada. Su esplendor de un edén utópico lo torno apocado, neblinoso y taciturno genético. Un mañana limeña es cínica. Ergo: los habitantes somos insolentes por el efecto invernadero. No existe mayor presión en el imaginario citadino que ese que ejerce su pedazo de esfera superior o su techo. Y nuestro sueño del cielo propio nos torna cojudos, término limeño parido con lúcida precisión por carencia de esplendor.




José de la Riva Agüero y Osma, limeño desposeído por la flatulencia de apellidos, en su texto “Paisajes peruanos” (Peisa, 1974), se admiraba con aquella mirada aristocrática del resplandor del cielo andino. En sus palabras salmodia: “de su embrujo místico, prestancia solariega y de su herencia sincrética y de síntesis”. Cierto, miraba más el cielo que las estribaciones arrugadas y sangrientas del Ande. Otro limeño cojonudo como el poeta Martín Adán en “La casa de cartón” (Mejía Baca, 1969) ubica su visión desde los pagos de Barranco, el balneario limeño liberal y civilista. Desde su pórtico burdelero su cielo es curioso. Al revés, otea al limeño desde las vaginas que le oferta las nubes y lo descubre moroso de color, aburrido de niebla y donde: “el sol pugna por librar sus rayos de las trampa de un ramaje en que ha caído. El sol –un coleóptero, raro, duro, jalde, zancudo--”.




En 1851 Herman Melville, en su eterna persecución a su ballena blanca, descubrió que ésta vivía de panza sobre el cielo de Lima. Por eso escribió que la impresión que deja este techo gris limeño es la de un cielo hipócrita, indeciso y mortecino. Y advertía que el carácter de sus habitantes era refractario a esa imagen dura y hostil que soportan durante ocho o nueve meses. Los de hogaño dirán que el cielo se amariconó con los españoles. Pero huacas y huacos de los cacicazgos precolombinos describen ese croma ‘panza de burro’ que viene de antiguo y rige los sueños, los potajes y el sexo de los limeños. Un cielo de plomero como este merece los colores del orgasmo más intenso y yo miro a Lima matizada, vivaz y multicolor con los ojos cerrados cuando llego a mi cima carnal para envidia de otros que siente el ramalazo de la eyaculación apenas en blanco y negro por no tener la cúpula mía por la cópula suya.




El gris de Lima no pudo ser derrotado ni por el pincel de Pancho Fierro ni de Ignacio Merino ni Núñez Ureta. Menos por el ojo viajero extranjero de Brambilla, Radiguet, Rugendad, Bonaffe, Saint Cricq o el ‘piruetero yanqui Geo W. Carleton’. El ilustrado Hipólito Unanue decía como consuelo al inicio de la republica que Lima era ese remanso de una “eterna y continuada primavera”. Pero fue Middendorf quien aseguró que la falta de lluvia de ese cielo plomizo, cargado de nubes, su falta de luz más que la de calor, producía el decaimiento moral de los citadinos. El maestro Raúl Porra Barrenechea sumido en esa depresión apolícroma, aseguraba en su delicado tratado “El río, el puente y la alameda” que esta villa del Señor, no obstante, era una: “ciudad brumosa y desértica, de temblores, de dueñas y doctores, (…) un don del río Rímac y de su dios hablador”.




La Lima mía no merecía ese cielo porque cada ciudad tiene el que se merece, y si no se baja. Y es que a mi edad debo advertir que el cielo limeño está en la tierra, en su escenografía y en la entraña del palpitante mestizo, yuxtapuesto y atravesado limeño. Esta megalópolis apocalíptica es de insolente alegría como advertía Valdelomar en sus cartas. Y yo digo que no conozco lugar más regocijado y festivo que éste, que a punta de patadas tuvo que inventar la gama pátina de su cielo. Lo cholo –para el peruano-- es el sabor y el color. Lima es hoy chola. De ahí su matiz y policromía. Lugar sin límites, puto y pigmentoso. Tornasolado y pícaro. Esmaltado y violento.




Hay una Lima de cielo en hambruna. Esos cinco millones que habitan en las cumbres de la miseria de todos los cerros que rodean la ciudad. Hay una Lima de cielo ciego. Esa masa que es informal y delictiva. Hay una Lima andrógina de cielo con vellos para aquellos racistas que van al gym y comen brócolis con paté. Hay una Lima ‘novandina’ para estos que toman pisco sour y juran que el cielo está en Miami. Hay una Lima acojonada, de música, poesía y grafitos tatuados con la primera menstruación y el primer navajazo. Digo que no conozco casa sin cielo ni arquitectura sin cielo raso. Esa es mi Lima. Digo que cuando me muera no quiero ir al cielo, me basta con mi suelo.



*Este ensayo fue publicado por la revista ETIQUETA NEGRA Nro. 59.

jueves, 5 de junio de 2008

La Apoteosis de José Tomás en Madrid

EL TORERO REPUBLICANO VOLVIÓ AL TRONO

MADRID. Y un jueves 5 de junio del 2008, el maestro José Tomás Regresó y triunfó. La plaza de Las Ventas esperaba al diestro de los días de gloria y el mesías del toreo moderno no defraudó: dos orejas en cada toro y salida por la Puerta Grande. Fue apoteósico e histórico. La Fiesta de los toros y su liturgia está otra vez de fiesta.




José Tomás llegó a Las Ventas seis años después de su último paseíllo y cortó cuatro orejas tras una soberbia actuación, dejando para el recuerdo una tarde que pasará a la historia de la Tauromaquia. Sin exageraciones. El diestro de Galapagar desorejó a los dos toros de su lote completando dos faenas plenas de torería por ambas manos. Además, rayó a gran nivel con el capote, realizando cuatro quites que pusieron de acuerdo a todos los aficionados.
La plaza de Las Ventas recibió a José Tomás con una fuerte ovación, obligándole a salir a saludar al tercio. El público estaba con él, no cabía duda de que lo empujaría al éxito a poco que el matador pusiera de su parte... y lo puso.



Cuando salió el tercero y José Tomás se abrió de capa, quedó de manifiesto que la plaza estaba entregada totalmente al diestro, que respondió con toda una sinfonía de toreo. Un quite por chicuelinas fue el paso previo al inicio de faena en los medios, toreando en redondo, con series de mano baja y gran profundidad. Con la plaza entregada, la faena subió más su nivel al natural, con muletazos interminables pasándose al toro a escasos centímetros de la taleguilla. Volvía la mejor izquierda del escalafón y con ella los mejores muletazos de la tarde.
Los remates no se quedaron atrás: trincherazos y pases de desprecio para desmentir a quienes ven en Tomás un torero sólo de valor y reivindicó el arte de cercanías.
Quedaba la prueba de fuego: la espada. Media estocada en todo lo alto con el torero volcándose literalmente entre los pitones bastó para que el toro cayera y se le concedieran las dos primeras orejas de la tarde.




Se repitió la historia con el quinto, un bravo astado de Victoriano del Río con el que José Tomas volvió a realizar una gran faena. El único pero, la presentación justa para la plaza de Las Ventas del ejemplar. La corrida, por cierto, colaboró de forma notable con los diestros, especialmente con José Tomás, que tiene la virtud de hacer buenos a muchos toros, y a Javier Conde, que desaprovechó el regalo. Daniel Luque, que confirmó la alternativa con voluntad y muestras de arte, fue el único desafortunado en el sorteo.
Volviendo a lo más importante, la segunda faena de José Tomás fue más ligada y maciza si cabe que la anterior. Los derechazos salieron más redondos, limpios y bajos, muy bajos, para evitar la peligrosa y molesta embestida del viento. Los naturales, en cambio, bajaron el tono, excepto en el epílogo: muletazos de uno en uno a pies juntos que enloquecieron al personal. De nuevo, sin fallo con la espada y la locura. Si el público ya atronaba gritos de "¡torero, torero!" en mitad de la segunda faena, cuando el de Victoriano del Río rodó por el albero la locura terminó de desatarse.


DEL ARTE MAGISTRAL

5 de junio de 2008.- Como si lo viera. Así como así, dictando al morlaco desde los medios esa hoja de ruta de compás suicida que en él ya es marca de la casa. Y lo hará con arreboles de 'mataor' ‘kamikase’. Juicio sumarísimo al azar. Trazará luego, con tiralíneas azul, las dimensiones de su prodigioso hacer. Ovaciones. Algo que, quienes ya lo han visto, o vivido, llaman magia, o no saben y no contestan porque ciertas cosas no se nombran. Basta con verlas. O con no verlas. E imaginarlas.
Un pase, dos, tres, rematados en revolera y verónica que pincharán en la espesura del silencio, cual estocada certera, final. Así como asá, reinventando magnitudes en las que espacio y tiempo, cual maletillas atribulados, sufrirán su enésimo revolcón en esta temporada de posoperatorio. Por chicuelinas. Y, de ahí, por derecho a la gloria con trasbordo en la Puerta Grande de una plaza con resacón de garrafa sanisidril. Como si lo viera. Pero no lo veré.



Regresan, por gaoneras, el místico de Galapagar y su ilícita leyenda. Tarde de toros. Tarde, en Las Ventas, que será a la vez no tarde, o tarde, sí, pero de no toros sino corrida soñada. Las audiencias no están invitadas al festejo del torero posmoderno que se inmola, quizá por vergüenza torera, en diferido. El 'share', castigado hoy sin tocino de cielo de postre. Hemorragia destelevisada. Ceremonia de confirmación de alternativa: Daniel Luque. Padrino: Javier Conde. Testigo: José Tomás. Toros de la ganadería de Victoriano del Río. Ocurre que este festejo no será retransmitido por televisión. Por eso cotizan al alza, en esa plaza multiusos llamada Google, las entradas de los oscuros compraventas. Intercambio de euracos irredentos para engordar el ego de 'killer' del Manolete resurrecto. Detractores, abstenerse. ¡Manuel Vicent, no se muerda usted las uñas y pélese otra naranja! ¡Desaborío!




"Yo no salgo a una plaza para morir, pero prefiero morir en una plaza de toros que en un accidente de coche". Lo dira él, pero nunca ante una cámara. Será al salir de la plaza, Alcalá arriba, con rumbo milagroso e incierto. Silencio, a dos voces, a bordo del Mercedes negro. Acabará todo. Dejarán de manar los chorros de sangre del muslo. Porque a la gloria sólo se llega muerto. O cojeando. O negándose a ser visto en estos tiempos confusos en que precisamente por eso, por el hecho de ser visto en la tele, hay quien mata. O quien muere.
Hay algo en José Tomás y su aversión hacia las cámaras que, de tan anacrónico, viene a resultar atávico, magistral, casi propio de barruntos dalinianos. En ese preferir una cornada a ser cogido por el asta letal de un cámara sin escrúpulos hay, fotocopiadas, unas obras completas. J. D. Salinger con traje de luces torea cada tarde de salón entre el centeno. Retórica de la telefobia. Por suerte hay cosas que existen, y y resisten, ajenas a la dictadura de una pantalla de televisión. Pienso ahora en los toros. Y en el boxeo. Y en el flamenco. Y en las artes que, como José Tomás, pese a las quejas de tanto cojudo con ínfulas, no se arrugan.



TENDIDO CERO

Ganadería: Seis toros de Victoriano del Río y Toros de Cortés, bien presentados y de buen juego, destacando los lidiados en tercer, cuarto y quinto lugar.
Javier Conde: protestas y silencio.
José Tomás: dos orejas y dos orejas tras aviso.
Daniel Luque: silencio y saludos tras aviso.
Incidencias: Plaza de toros de Las Ventas, lleno de "no hay billetes" en tarde fresca en la que molestó el viento.

miércoles, 4 de junio de 2008

El aserrín ilustrado


EL BAR DE LOS BEE GEES

ESCRIBE Eloy Jáuregui

Para Miguelito Burga, el ritmo
Romántico del Puente Trompeta



Era la cantina más horrenda del planeta. Junto a la puerta lucía orondo y petulante un latón a manera de pizarra de Bidú Kola. Allí se leía: “Menú, Sopa de la Casa, Segundo, pan o té. Un Sol veinte”. No recuerdo precio más miserable, el más barato de la costa del Pacífico. El antro estaba ubicado a tiro de piedra de la todavía ostentosa vía La Colmena (y nada que ver con la de Camilo José Cela) en el Centro de Lima en tiempos del dictador Morales Bermúdez.



Eran siete mesas raquíticas y hediondas, harto aserrín, una galonera de plástico con flores amarillas de ruda, un mozo patizambo y un frontispicio más que barra pestífera atiborradas de Ron Pomalca, Pasteurinas y un Corazón de Jesús desbaratado de pecados. El dueño era un ser obeso e hirsuto de mirada turbia con ‘bivirí’ abaleado, asaz vigilante mortal con las cuentas y el efecto ‘perro muerto’. Los parroquianos llegaban, se sentaban, pedían su menú, comían ensimismados como los perros chuscos, eructaban, lanzaban un colectivos de flatulencias, pagaban hipnotizados y se largaban. Era –ya lo dije—la pocilga más horrenda del planeta.

Sin embargo tenía su lujo: la rockola. Ese fue su visa para quedar en la historia. Su galería de discos estaba dedicada a la música telúrica, una que otra ranchera, dos pasillos y ¡sorpresa!, la más alucinante discografía completísima del grupo angloaustraliano, los Bee Gees. No sé, ni sabré como llegaron hasta allí, salvo que el orgullo ilustrado del propietario huancaíno haya confiscado de algún cliente morosamente angustiado un lote de 45 rpm. Entonces, nosotros formábamos una banda, no musical, no de bandidos, más bien de amigos, poetas o locos o músicos o místicos o al revés que es lo mismo pero distinto, enamorados de las emociones duras, de las ideas ultra fuertes, de la conversa sobre la influencia de Toto Terry en la filosofía postmoderna, admiradores de la película “La pandilla salvaje” del cineasta Sam Pekinpah y de las hazañas del patriarca Carlos Dogny sobre una tabla hawaiana de madera en las playas de Waikiki.

La fonda pulpería fue descubierta por Miguel Burga, el último romántico del Puente Trompeta y el Valle Sharón. Una tarde de mayo me citó por teléfono. Dijo que era cuestión de vida o muerte. De mi presencia dependía su existencia. Cuando llegué estaba sentado más solo que un sacristán en un desierto y apabullado de sombras junto a la rockola. Lo primero que imaginé era que se le había muerto su cajero –en ese tiempo Burga había instalado el primer establecimiento de comida chatarra en la bahía de Lima--. No, el asunto era más grave, Miguel Burga estaba en trance, nervioso y peripatético. Apenas plantó su mirada desahuciada en la mía, se puso de pie, avanzó hacía la máquina de la música, depositó varias monedas y disparó los discos. Antes de sentarse exigió una ‘res’ de Pomalca rubio con limones y pare de contar. Luego se dejó caer en la silla aplastado por la pasión más punzocortante y contrariada y sólo atinó a balbucear: “escucha”.

Entonces, del aparato salió majestuosa la balada "New York mining disaster 1941". Eran los Bee Gees ¡Qué cosa! Aquel grupo nacido en 1967, que hasta esa fecha habían vendido más de 100 millones de discos y que ya habían cosechado siete premios Grammy. Y no fue un tema, al contrario, la jornada pasó a ser todo un recital. Luego, Burga dispuso luego una especie de popurrí con: "For whome the bell tolls" y "I started a joke", dos temas ya famosos. Y yo, seguía preguntándome qué hago aquí, con los tres hermanos Gibb --Barry y los mellizos Maurice y Robin--. Burga sufría de amores ¿Quién no se enamora como un imbécil ilustrado? ¿Quién no, cual fundamentalista del corazón alguna vez en su vida? ¿Y quién era yo para oponerme?

Pero Burga era extremista, un fans fanático. Para esto ya se había acabado el Pomalca y amenazaba el siguiente. Cuando de pronto, el oferente, lucido de pasión pero derrotado amante gritó: “póngame "Our love” o (“Dont throw it all Hawai”, para los caídos del catre”. Cierto, lo dijo en un pésimo inglés, más por las consecuencias de su accidentado paso por el ICPNA que por su mirada de soslayo a la obra de Tolkin o los efectos en su lengua ya atrofiada fruto del maldito ron y el frenillo genético que lo ahorcaba silente.







El tema lo cantaba Andy, el menor de los Gibb, muerto desde hace una década, a los 32 años, casi por las misma causa, estupidizado por el amor fracturado. Andy, por supuesto, jamás imaginó que en un antro del Centro de Lima, un enamorado sin demarcar y lleno de impases subsistentes, psicólogo del quebranto anunciado, técnico del trastornamiento romántico desdichado, lo escuchaba junto a su amigo, tarareando borracho de celos más que de amor, de valor, en aquel lugar sin límites, a través de esa máquina de los himnos del frenesí de la adoración: la rockola de los Bee Gees. Allí, en su derrota irreversible y en medio del infierno terrenal de aquella infecta cantina hedionda pero apropiada para olvidar, Burga también jamás imaginó que esa máquina que él tanto usó para la ilustre melancolía ahora le servía para su amordio.

Hace unos días visite aquella chingana. Está tapiada. Un vecino me contó que el antro fue clausurado desde aquella vez que encontraron al dueño estrangulado por su propio ‘bivirí’ aferrado a los discos de los Bee Gees con una boleta en su pecho donde se leía: “más que el escorpión, el amor dos veces” y que él la había guardado desde esa vez y que ahora, entre sollozos me la enseñaba. Cuando me retiraba pude observar pintado, en lo que fue la puerta, un corazón con un texto que apenas se distinguía. Pero no había duda, era la letra de Burga. Al contrario, ahí pude leer: “más que el amor, el
escorpión, dos veces”.