viernes, 30 de mayo de 2008

Cuerpos divinos adivinados en un diván

Nerida Gallardo, la novia de Cristiano Ronaldo de amarillo pato besando a su "amiga" alemana en Mallorca.

EL CUERO DE LAS METÁFORAS

Escribe Eloy Jáuregui

Cristiano Ronaldo es un Papa junior del fútbol. Hoy lo ha ganado todo. Tiene millones, una carrera en ascenso y una novia-modelo llamada Nereida Gallardo que es un cuerazo. Morena española y de Mallorca, qué cojones. No obstante, esa vagina salvaje puede hacerle perder el mejor de sus partidos. Ya un ex novio de la modelo reveló detalles íntimos de la hoy pareja de Cristiano Ronaldo, tildándola como “Una bestia sexual”. Ayer, el diario inglés "The Sun" reveló fotos donde la Gallardo se tomó una atrevida sesión de fotos en el baño de un club nocturno en Palma de Mallorca. En las imágenes se aprecia a la modelo mostrando sus pechos y besando en los labios a una de sus acompañantes, en una actitud que ha sido considerada como "lésbica" por el diario inglés. Pedro Campane, un representante de jugadores y ex novio de la modelo había dicho al mismo diario que ésta: “le gustaba hacer de todo, en todas las posiciones". La relación apenas duró dos meses por una decisión tomada por el agente de fútbol. Al parecer, la joven española era demasiado exigente en la cama. "Era como un animal salvaje en la cama", aseguró Campane, y agregó:"Nereida no conoce mucho de fútbol, pero sabe cómo satisfacer a un hombre."Ronaldo debe estar pasando el momento de su vida en esa otra cancha", dijo, muerto de envidia.


A proposito de este cuero de Ronaldo, el fútbol era incompatible con el intelecto. Eso aseguraban los expertos que no hallaban nexos entre el atropellar a trancadas un balón de fútbol y el frío rubor de los gabinetes de los humanos pensantes. Hoy, más que globalizado, el fútbol se ha universalizado e invade las librerías. En el Perú acaban de editarse dos novelas redondas sobre “eso” que sucede en los estadios y el encuentro incestuoso entre dos hermanos espectaculares y masivos, hoy gracias al Mundial de Alemania, se hace fervorosamente más intenso.

Así como el juego de paradojas, el fútbol es paradójico para los peruanos. Los que escriben sobre el césped esos fantásticos gramas con la pelota imantada a su suela, ergo, Claudio Pizarro en el Bayern. Los otros, aquellos que suelen jugar con la gramática imantando las metáforas al tejido de las palabras escritas, vr. gr. Julio Ramón Ribeyro en La Tentación del Fracaso. Igual, futbolistas y escritores se atraen y rechazan en el rectángulo redondo de la creación. Así, el capítulo perfecto del escritor es besar la redes de la perfección del tropo. A continuación más que al contrario, el delantero grita el sordo gol con la sinfonía callada del paroxismo del gozo.


Siguiente paradoja. Futbolistas peruanos gozan de reconocimiento general en equipos de Alemania, Inglaterra y Holanda. Perú no clasifica hace 24 años a un Mundial. Otra. El mejor poema al fútbol lo escribió un huancaíno: “Polirritmo dinámico a Gradín”. El poeta Juan Parra del Riego radicaba en Montevideo. El loado era un uruguayo, campeón olímpico en la década de 1920. Una más. El primer futbolista-autor es un peruano. Julio César Uribe escribió sin amanuense un libro propio dedicado a Los Carasucias la tarde de su retiro del fútbol. Y otrita más. “La ópera de los fantasmas”, novela-crónica, gana el Premio Casa de las Américas en 1980. Su autor, Jorge Salazar, natural de este país y el primer literato que integró la Selección Peruana en al era de Juan Carlos Oblitas.
Una yapa. “El revés de morir”, novela espacial, escrita por el mejor Guillermo Thorndike en 1978, festeja el único registro posible de identidad del fútbol peruano, el juego de los negros de Alianza Lima. Su héroes es su antihéroe. Alejandro “Manguera” Villanueva, la alegría del pueblo. El muerto tuberculoso más famoso de La Victoria.

El Canon fútbol literario no existe y el soporte literatura futbolística es apenas perceptible. Borges, genial aguafiesta, jamás palpó el terciopelo a nalga de nínfula que tiene el cuero de una pelota de fútbol. No obstante por fregar dijo que el fútbol era “una cosa estúpida de ingleses [un deporte estéticamente feo]… once jugadores contra once corriendo detrás de una pelota no son especialmente hermosos”. Marta Hildebrantd, lúcida esclerótica, ha construido un autoepitafio: “El fútbol sólo entorpece al vulgo y droga a los cretinos”. Ya fueron. El poeta Arturo Corcuera es autor de un libro lírico singular por plural en el magma de la misma paradoja: “La gran jugada. Crónica deportiva que trata de Teófilo Cubillas y el Alianza Lima”. Corcuera da brillo a una poética libre, que canta al carácter popular multicultural del mestizaje criollo peruano. Fútbol es igual a genio y duende del zambo al mejor estilo de Nicolás Guillen el mismo Parra del Riego, Nicomedes Santa Cruz y hasta González Prada.


Dice el psicólogo Julio Hevia que a las [ciertas] mujeres no les gusta el fútbol como no les gusta “Rayuela” o “Tres Tristes Tigres” porque no entienden que los [ciertos] hombres son juguetones. De ahí que [algunas] llegan a ser jugadoras, el añadido es mío. Sin embargo dos palpitantes poetas mujeres, Carmen Ollé y Giovanna Pollarolo padecen del virus tras un bola de cuero. La primera en “Noche de adrenalina desliza el paradigma gol es clímax. “Una cópula como una masturbación rápida”. La segunda en “Entre mujeres solas” hace queja cuando las tardes de domingo –por abundancia de fútbol—siente la ausencia del padre/esposo. Un añadido. No puedo ignorar a Blanca Varela y su poema “fútbol” en su libro “Valses y otras confesiones”.
La ocasión es propicia. Con diferencia de horas, se han presentado en Lima dos novela a partir de fenómeno fútbol. “Muerte Súbita” [Aguilar] de Phillip Butters y “La tristeza de los burros” [Planeta] de Ernesto Ferrini. Los dos peruanos, los dos novelistas cadetes. Qué ocurrencia, los dos libros rompen la trampa del off side y destrozan la profecía: “el fútbol no se lee”. Otros registros consolidados en las canchas de la literatura son las novelas de culto de Óscar Malca “Al final de la Calle” y de Isaac Goldemberg “Tiempo al tiempo” que extraen del fútbol su enorme carga simbólica.

Mario Vargas Llosa hace una semana al despedir al periodista Ezequiel Martínez del diario Clarín en su casa de Madrid le confesó que esperaba descansar frente al televisor durante todo el Mundial de Fútbol. Dijo que era hincha del Universitario de Perú, del Real Madrid, del Chelsea inglés y recordaba cómo se entretuvo durante el Mundial de España cuando escribía columnas como reportero. MVLl. en “Los Cachorros” hace que Pichulita Cuellar utilice al fútbol para integrase a una elite miraflorina. El periodista cerró la entrevista con el escritor peruano con un fuera de juego: “Tampoco es para preocuparse: con cada nueva novela MVLl. suele ganar todos los partidos”.


Alfredo Bryce contaba hace un par de meses a Juan Cruz de El País de España que durante un partido de fútbol Perú-Brasil el locutor, fanático del equipo peruano, narraba así un lance del juego: “Avanza Perú, avanza Perú, ¡¡gol de Brasil!!”. Bryce en el cuento “Su mejor negocio” del libro “Huerto cerrado” se vale del fútbol para socializar la pituquería de su protagonista. Curioso, pero otro de nuestros escritores consagrados, Alonso Cueto --Premio Herralde el año pasado-- escribió hace unos días en su columna de Peru21 –luego de citar a Camus, Soriano y Ribeyro—que la afición de los escritores al fútbol no es casual, pues el fútbol -como la literatura- también es un juego [quizá la literatura sea algo más que eso].
Santiago Roncagliolo, nuestro joven escritor recientemente galardonado con el Premio Alfaguara de novela 2005 sufre del síndrome del hincha. No sólo practica el fútbol como los buenos, habla y habita en ese oceánico espacio del balompié. A la pregunta luego de recibir la Copa Literaria ¿Ya no seguirá diciendo ‘Soy peruano y estoy acostumbrado a perder? respondió: “Cuando lo he dicho me refería al fútbol. Al contrario, como dice Fernando Iwasaki, estamos de lo más ganadores, en fútbol no ganaremos nunca pero el premio a Alonso Cueto, el premio finalista de Jaime Bayly (Novela de Planeta) y este premio son una buena razón para que los peruanos veamos menos fútbol y leamos más, que es menos triste.



Otro escritor amante del fútbol es Abelardo Sánchez-León. Hincha del Alianza Lima, escribe crónicas de fútbol y ha dedicado buena parte de su carrera periodística a desentrañar la magia del juego. Sus texto amalgaman la cancha tipográfica, la tinta de la calle y la cultura de masas que esta recrea. Todas sus anotaciones figuran compiladas en su libro “La Balada del Gol Perdido” de 1998. El entrañable “Balo” ha sentenciado: “Felizmente el buen fútbol es como la poesía, se regala, a veces se queda callado, no dice nada, es gratis, como el loco amor.”

jueves, 29 de mayo de 2008

Los ojos del ajo: Guillermo Cabrera Infante

A VER CÓMO MURIÓ G. CAÍN

Por Mariano Orosco Zumarán


Esta fotografía ilustra una de las páginas de Two islands, many worlds, la biografía de Guillermo Cabrera Infante escrita por Raymond D. Souza. Bajo la imagen, en inglés, hay una leyenda que dice: Leyendo a Kerouac en un bar de Santiago de Cuba, en 1959.

En Two islands, many worlds, la biografía de Guillermo Cabrera Infante escrita por Raymond D. Souza y publicada en 1996, se puede observar una foto muy particular: el cinéfilo consumado, melómano empedernido y gran amante de la buena literatura (además de las mujeres) lee un texto de Jack Kerouac. Es junio de 1959, Batista ha caído; la revolución, o lo que significa para muchos intelectuales hasta ese momento, se ha impuesto. En un bar de Santiago de Cuba, el autor de cientos de celebradas reseñas cinematográficas, es decir, G. Caín, se detiene a beber algo y a leer.



No es difícil imaginar al niño de cinco años que se enseña a sí mismo las primeras letras a fuerza de concentrarse en descifrar lo que encuentra en las viñetas de Dick Tracy y Tarzán. Tampoco cuesta mucho darnos una idea del adolescente de quince que, gracias a una generosa vecina que lo surte de revistas americanas, aprende el inglés casi como jugando. Esto, más las oportunas clases nocturnas entre 1942 y 1946, dotan al jovenzuelo de una facilidad en el manejo del idioma de Shakespeare que le serviría de mucho años después.

Pero podemos decir con certeza que el primer contacto de Cabrera Infante no sólo con otro idioma, sino también con el cine, se dio cuando sólo contaba con veintinueve días de nacido. Su madre, Zoila Infante, lo lleva a ver Los cuatro jinetes del Apocalipsis, film silente de 1921 dirigido por Rex Ingram y basado en una novela de Vicente Blanco Ibáñez. Es un buen inicio para una trayectoria vital en la que el cine y la literatura se entremezclan para dar forma a una obra verdaderamente original, una vida marcada por la palabra sobre todo hablada —y oída— en perfecta conjunción con las imágenes, no sólo las que pudieran aparecer en la pantalla de plata, sino también aquellas que pueblan el imaginario popular, plagado de sensualidad, erotismo, humor y vulgaridad.


Lo popular: el habla habanera, el bolero, el son y el cine marcan al muchacho provinciano que pisa la mítica ciudad recién en 1941. A sus doce años Cabrera Infante recorre extasiado esa enorme ciudad llena de cinemas, de sudor y de noche. Porque el chiquillo que empieza a ver a las mujeres con otros ojos, que va conociendo lo que es la vida en un solar, lleno de tantos peligros como tentaciones, descubre a la par la vida nocturna, esa que no existía en Gibara, su pueblo natal, donde cualquier promesa de diversión vespertina se iba con los últimos rayos de Sol.


Así, de trecho en trecho, sobreponiéndose a la pobreza con más voluntad que medios, Cabrera Infante, hijo de Guillermo, periodista, logra salir adelante. Para 1946 ya lo tenemos laborando de corrector de pruebas y traductor en Hoy, órgano del Partido Comunista. Es en estas circunstancias que conoce a Carlos Franqui. Hombre tan político como aficionado a las artes, Franqui será el que, casi sin quererlo, descubra el talento literario de Cabrera Infante. “Si ser escritor significa jugar así con las palabras, entonces yo soy escritor”, le dijo un día Guillermo a Carlos. Habían estado revisando las elogiosísimas reseñas otorgadas a El Señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias. Franqui retó entonces al atrevido joven a escribir un cuento, y el resto es historia conocida.

Lo que no se conoce tan bien como se quisiera es la breve y feliz vida de G. Caín, el cronista cinematográfico. Mucho antes de ser el reconocido autor de Tres tristes tigres (1967), la novela que según el autor es preferible leer en voz alta, Cabrera Infante ya se había hecho de una merecida fama de crítico de cine, desde que empezara a publicar sus reseñas en Carteles, la segunda revista más importante de la Cuba de entonces. Allí nació G. Caín, el alter ego que protagoniza Un oficio del siglo XX (1963), que no es otra cosa que la reunión de la mayoría de sus notas cinematográficas, sólo que aderezadas con tres apartados que otorgan forma y fondo al propósito final del autor: hacer del cine literatura y de la literatura cine. Y es que las críticas de Cabrera Infante no son meros recuentos de las bondades y defectos de tal o cual película, sino más bien auténticas creaciones literarias. Cualquiera que lea, por ejemplo, la reseña que hizo de La Strada hallará tanta o más poesía que en el hermoso film de Fellini. ¿Es literatura? ¿Es cine? Es las dos cosas y ninguna a la vez.


La segunda mitad de los años sesenta, los primeros años de exilio, lo vieron convertirse en el Cabrera Infante que perdura todavía en la memoria de muchos, sobre todo de aquellos que sólo lo conocen por esa no-novela o meta-novela que es Tres tristes tigres; el libro que, con un título que colocaría a otro texto suyo más adelante, Vista del amanecer en el trópico (1974), ganó el premio Biblioteca Breve en 1964.

Para cuando se publica La Habana para un infante difunto (1979), “novela erótica seria” según el propio autor, el curtido cronista cinematográfico y/o literario ya lleva catorce años viviendo lejos de su amada isla. Los tiempos han cambiado, los Castro han castrado a toda una generación de intelectuales. Los que creyeron en el esfuerzo de los barbudos por liberar a su patria del nefasto Batista, se han ido dispersando por el mundo buscando el calor y sabor de Cuba en los lugares más inverosímiles. A Cabrera Infante le tocó radicarse en Londres, luego de que le negaran la residencia en España.


Allí terminó de dar forma a una obra cada vez más peculiar. Allí se hizo guionista de films como Wonderwall (1969) y Vanishing point (1971). Allí padeció de severos trastornos no sólo físicos sino también mentales: los electroshocks y las drogas le sirvieron para salir de una depresión que llegó a rozar la locura en la primera mitad de los años setenta. Allí se estableció por fin el Infante, que cada cierto tiempo volteaba la mirada para cerciorarse de que La Habana, la isla de Cuba, todavía estaban allí, fieles a su recuerdo. En Londres, esa otra isla, lo encontró la muerte el 21 de febrero del año pasado, luego de recuperarse de afecciones propias de su avanzada edad, en un hospital ya tristemente célebre: el Charing Cross.

Y allí se escribieron las siguientes palabras, el siguiente párrafo, la declaración de principios de ese Cabrera que prefirió casi siempre ser Infante (muy temprano en su carrera, firmaba como Guillermo C. Infante, para evitar la confusión con el nombre de su padre), ese niño-adolescente eterno que supo llevarnos de la mano por cada una de las etapas de su vida, una vida llena de música, imágenes y palabras a cada cual más vulgar, más popular, más nuestra:


“Nada me complace más que los sentimientos vulgares, que las expresiones vulgares, que lo vulgar. Nada vulgar puede ser divino, es cierto, pero todo lo vulgar es humano. En cuanto a la expresión de la vulgaridad en la literatura y en el arte, creo que si soy un adicto al cine es por su vulgaridad viva y cada día encuentro más insoportables las películas que quieren ser elevadas, significativas, escogidas en su expresión o, lo que es peor aun, en sus intenciones... En la segunda mitad del siglo XX la elevación de la producción pop a la categoría de arte (y lo que es más, de cultura) es no sólo una reivindicación de la vulgaridad sino un acuerdo con mis gustos. Después de todo no estoy escribiendo historia de la cultura sino poniendo la vulgaridad en su sitio —que está muy cerca de mi corazón”.


[*]Tomado de la revista Letralia, Nro. 140